Viernes, 22 de Noviembre 2024

Disenso

¿Nos debe preocupar que los gobernantes gocen de amplias mayorías?

Por: Enrique Toussaint

México atraviesa un momento de marcada debilidad institucional. EL INFORMADOR / J. López

México atraviesa un momento de marcada debilidad institucional. EL INFORMADOR / J. López

Nuestra historia nos alerta frente a las mayorías. Nos resultan ilegítimas y sospechosas. Por ello, el léxico político en México se apoya tanto en conceptos como el “mayoriteo”, la “aplanadora”, “el albazo”. Todo para referirse al uso espurio de las mayorías.

El partido hegemónico marcó la cultura política del país. Cada que una encuesta nos revela la posibilidad de que un partido político obtenga una amplia representación, siempre aparece el temor al uso irresponsable del poder. Temor no sólo justificable, sino imprescindible para que la democracia funcione.

Las encuestas nos marcan que Andrés Manuel López Obrador roza la mayoría absoluta en el Congreso -con los tres partidos coaligados que lo respaldan. Y en Jalisco, no estamos muy alejados del escenario en donde el alfarismo logre una mayoría sólida y cómoda en el Congreso, y que pueda ratificar una buena porción de los ayuntamientos importantes en la metrópoli. No significa hegemonía porque para ello debe haber un dominio incontestable por un largo periodo de tiempo, pero las tendencias nos muestran que López Obrador y Alfaro podrían amanecer el dos de julio con una innegable concentración de poder. ¿Es preocupante dicho escenario? Hay razones para creer que sí y razones para creer lo contrario. Aunque me inclino más por las segundas. Me explico.  

México atraviesa un momento de marcada debilidad institucional. Los estudios nos revelan que confiamos prácticamente nada en las instituciones de Gobierno y las vemos al servicio de los intereses de la clase política y los poderosos. No sólo hay una crisis de ineficiencia institucional, sino también de representatividad. Un caldo de cultivo propicio para la manipulación facciosa de las instituciones. Prueba de ello ha sido el actual sexenio: Enrique Peña Nieto y su Gobierno han manoseado indiscriminadamente las instituciones con el objetivo de mantenerse en la silla y ganar las elecciones. Todos los escándalos de corrupción tienen un origen: saqueo de recursos públicos. Y un destino: las campañas.

Por lo tanto, México no es un país con instituciones sólidas y públicamente legitimadas como para contener ansias autoritarias. Como contrapesos eficaces para combatir la concentración de poder queda la Suprema Corte de Justicia de la Nación o el entramado que se ha constituido, todavía incipiente, en torno al Sistema Nacional Anticorrupción. México es un país de instituciones en el discurso, llevadas, traídas y hasta sacralizadas, pero nada nos garantiza en la práctica que no puedan ser cooptadas y desvirtuadas. Vimos el uso faccioso de la Procuraduría General de la República o a la Secretaría de la Función Pública convertida en la abogacía general del presidente. O qué decimos de los congresos, el contrapeso natural del Ejecutivo, pero que se convirtió en la oficialía de partes del sexenio que agoniza.

De la misma forma, la debilidad de la oposición partidista es también una agravante. Los buenos gobiernos siempre tienen buenas oposiciones parlamentarias. Sin embargo, la ruptura del sistema de partidos, la cual sólo hemos visto el principio, supone un escenario de mucha incertidumbre. Si gana López Obrador, ¿quién será el principal partido de la oposición? Durante su primera Legislatura al frente del Ejecutivo, Peña Nieto desactivó a la oposición con el Pacto por México que fue eficaz para promover las reformas, pero que supuso un golpe durísimo a la credibilidad del sistema de partidos. El tripartidismo, aquel que concentraba el 90% de los votos, hoy ni siquiera alcanza el apoyo de cuatro de cada 10 electores. El ascenso de López Obrador es inexplicable sin remitirnos a la anomalía política que supuso que los tres principales partidos se convirtieran en una especie de socios de Gobierno.

Sin embargo, la deriva autoritaria que, ya hemos experimentado en el actual sexenio con un control férreo de algunos medios de comunicación, la Ley de Seguridad Interior o los programas de espionaje dirigido contra comunicadores, empresarios o activistas, no sólo depende de los equilibrios partidistas. El autoritarismo germina frente a una sociedad civil que se vuelve cómplice por acción u omisión. Los fascismos europeos no hubieran podido germinar sin el respaldo de los ciudadanos. Cualquier dictadura requiere de la complicidad de los ciudadanos. En México, fuimos cómplices del autoritarismo priista y eso explica su longevidad y su vigencia casi nueve décadas después.

Una sociedad que no quiere perder libertades o derechos tiene que blindar los espacios de disenso. La dictadura es el sistema del silencio, la opresión y el pensamiento único. La democracia es el sistema de la expresión, el disenso y la pluralidad. Un país que quiere ser democrático tiene que blindar sus espacios de disenso: medios de comunicación libres; organizaciones sociales autónomas; juntas vecinales auténticas; tribunales imparciales; patronales que velen por el interés general; sindicatos que defiendan a los trabajadores; universidades críticas y de excelencia. Erradicar o incluso matizar el papel social de estos nichos de disenso nos conduce a un escenario de concentración de poder tóxico para la democracia y los derechos de todos. Lo dijo Lord Acton: El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Y en eso, la sociedad mexicana no es la de los setenta. Tampoco es posible que un partido, por más mayorías que tenga, nos transporte a esos años. Falta mayor asociacionismo, participación y compromiso, pero la sociedad mexicana actual cuenta con organizaciones autónomas y con prestigio. Activistas que se mueven en total ausencia de cooptación del poder y del Estado.

Agendas que nacen de la ciudadanía y que los partidos políticos empujan en los congresos. Periodistas críticos que desnudaron la corrupción del actual sexenio y la opacidad de los gobernadores. Empresarios que valoran más su aportación a la construcción de ciudadanía que el acceso al palacio. Es ingenuo pensar que un presidente, se apellide López Obrador, Anaya o Meade, puede borrar de un plumazo los contrapesos sociales que hoy existen. Las sociedades que evitan derivas autoritarias son las que plantan cara desde la autonomía y el disenso. No creo que ningún candidato suponga ningún riesgo para la democracia mexicana, pero eso no quita que sea fundamental blindar cualquier espacio de disenso.

 

JA

Tapatío

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