"Volveré a la ciudad que yo más quierodespués de tanta desventura,pero ya seré en mi ciudad un extranjero".Luis G. Urbina, citado por José Emilio Pacheco. Elegía del Retorno. Un sol indeciso se asomaba apenas por detrás de las cumbres del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, mientras la placidez de sus sombras azules se extendían sobre la inmensidad del Valle de México. La ciudad apenas despertaba, distraída en la rutina de su caos habitual: miles y miles de mexicanos navegando a través de las venas subterráneas del metro, abarrotadas en el transporte público y los colectivos apretujados, comprando desayunos de último minuto en la esquina de la Torre Latinoamericana, tortas de tamal entre los árboles de la Alameda, y leyendo los encabezados de los periódicos recién impresos en los puestos del Zócalo.Era jueves, y los capitalinos añoraban ya que concluyera la rutina, y llegara el fin de semana para descansar en casa. Eran las 7 de la mañana en la capital del país, el 19 de septiembre de 1985. Apenas cuatro días antes, Miguel de la Madrid había encabezado la ceremonia insulsa del grito de Independencia, conmemorando a los héroes que nos dieron patria, en el único el día al año en el que desde entonces y hasta siempre México se permite ponerse una venda en los ojos para celebrar la gloria de una realidad distinta. Era el tercer año del sexenio de Miguel de la Madrid, el cual inició en las arenas movedizas de la crisis económica, y cuyo suceso más sobresaliente como presidente hasta entonces había sido sobrevivir a un atentado precipitado en 1984, en el que un grupo de radicales lanzaron bombas molotov al balcón presidencial durante el desfile del 1ro de Mayo, y que hirieron a casi todos los presentes, menos a de la Madrid. A casi 500 kilómetros de distancia del amanecer de la Ciudad de México, cerca de la desembocadura del Río Balsas, en plena costa michoacana del Océano Pacífico, un desorden geológico e incomprensible sacudió sin remedio las entrañas de la tierra, con una fuerza telúrica equivalente mil 114 bombas atómicas.Traducido en la lógica de Ritcher, un terremoto de 8.1 grados cuya magnitud máxima -y posible- es de 10. Eran las 07:17:47 horas del 19 de septiembre de 1985, y bastaron esos pocos segundos para que la destrucción fuera inmediata en la Ciudad de México.Aquel día, los conductores María Victoria Llamas, Lourdes Guerrero y Juan Dosal recién habían iniciado su programación en el noticiero matutino "Hoy Mismo", de Televisa, cuando su labor fue interrumpida por lo que acontecía a cientos de kilómetros de distancia en la indiferencia del Pacífico mexicano. Por encima de las cabezas de los conductores, los reflectores del estudio se movían de un lado a otro, como un péndulo siniestro. "Está temblando un poquitito" dijo María Victoria Llamas, como si no lo creyera. Unos segundos después, la transmisión se interrumpió, y las pantallas de miles de mexicanos se obscurecieron mientras la Ciudad de México se derrumbaba al unísono del polvo y del horror. La capital de México comenzó a sacudirse, a vibrar, a desmoronarse como si la tierra firme se hubiese convertido en una masa gelatinosa en la que los edificios de todos los días se tambaleaban como si no estuviesen asentados en concreto, y fuesen boyas en el agua. A lo largo de una eternidad de cuatro minutos, los capitalinos, horrorizados, corrían por las calles en marejadas descontroladas de lágrimas y pánico mientras el polvo de las edificaciones caídas bañaba las calles, cubría las avenidas, y ascendía al firmamento resplandeciente donde alguna vez pudieron contemplarse los volcanes.Muchos fallecieron en el lecho del sueño, aplastados, sofocados por los techos de miles de hogares que en un segundo se convirtieron en tumbas. Sólo entonces los más supersticiosos comprendieron los presagios de los animales inquietos, de los perros ladrando en las horas inoportunas de la mañana, y del alboroto de los pájaros en el cielo, que parececían anticipar en el viento la vibración del desastre. La ciudad de México quedó hecha un caos de hierros, polvo, cimientos y estructuras; las calles un cúmulo sin fin de la vida cotidiana hecha pedazos: retratos de bodas pasadas, de vacaciones felices, diplomas escolares, actas de nacimiento, cartas que nunca serían leídas . Y, entre los escombros, los gritos de los que quedaron atrapados. Fueron los edificios más recientes los que se desplomaron con la sacudida de la tierra.Las construcciones emblemáticas, tales como la Torre Latinoamericana, el Palacio de Bellas Artes, y más antiguas aún, como los palacios y los catedrales, resistieron sin estremecerse el embite de los siglos. Cientos de personas quedaron sepultadas y atrapadas bajo los escombros de hospitales, oficinas, establecimientos y unidades habitacionales. Por las calles donde la vialidad era posible transitaban camiones de bomberos, ambulancias y patrullas de policías en un espiral de desconcierto. No había modo de proceder, ni planes de emergencia para poder responder a una emergencia semejante. El caos del terremoto se vio repetido en el caos administrativo, gubernamental y político. El transporte público, incluido el multitudinario metro, se paralizó: los capitalinos quedaron vagando en el abismo de incertidumbre de las avenidas destrozadas. Jacobo Zabludovsky, a quien el terremoto sorprendió en plena calle, reportó lo que veía a través de la estación de radio XEW en una oración que condensaba el desconsuelo de los capitalinos : "Tengo la tristeza de decir que estoy en presencia de uno de los más grandes desastres que he visto en la historia de la Ciudad de México desde que nací en ella".Las 48 horas posteriores al terremoto, la capital de México se encontró enredada en las telarañas del caos generalizado. La lentitud del gobierno para responder de manera efectiva derivó en que la sociedad civil se hiciera cargo de la situación: todos los sectores gubernamentales habían sido rebasados por la dimensión de la catástrofe. Fueron los ciudadanos, miles de héroes anónimos, miles de mexicanos del día a día, los que se movilizaron en las labores de rescate y búsqueda de desaparecidos, además de la ayuda inmediata en forma de víveres que comenzó a llegar de todas partes de la República. Miguel de la Madrid se demoró cerca de 36 horas en pronunciarse ante México. Poco después del terremoto, el presidente sobrevoló en helicóptero el Distrito Federal, que desde las alturas era apenas una maqueta minúscula, ensombrecida por el polvo y desordenada hasta sus cimientos por aquel desconcierto del Pacífico a cientos de kilómetros de distancia. La realidad era innegable, lo que implicaba un talante político delicado, y una autoridad a la medida de la tragedia.No obstante, de la Madrid apostó por la desición difícil de negar la ayuda del exterior bajo el pretexto de que el país podía arreglárselas por sí mismo. "Agradecemos las buenas intenciones", dijo, en su discurso demorado entre las ruinas de la capital. "Pero somos autosuficientes". Del mismo modo, los medios de comunicación minimizaron la sangría y la catástrofe de la Ciudad de México, y los esfuerzos se concentraron en censurar la realidad con estadísticas benévolas en vez de enfocarse en el estado de guerra que se vivía en las calles. Apenas unas pocas horas después de que de la Madrid hiciera aparición pública, la réplica del terremoto volvió a sacudir al Distrito Federal la tarde-noche del viernes 20 de septiembre, esta vez con una intensidad de 7.5 en la escala de Ritcher,, y que terminó por derrumbar las edificaciones tambaleantes que quedaron pendiendo en las carcasas de sus cimientos. El terremoto de 1985 sacó lo mejor y lo peor de México. Volvió a creerse en los milagros, como los niños recién nacidos que sobrevivieron por días entre los resquicios de los hospitales colapsados, protegidos por la crisálida de sus incubadoras. La sociedad mexicana se unió como pocas veces se había visto, y marcó un parteaguas en la historia con sus muestras de valentía, de heroísmo. No obstante, la solidaridad, que fue infinita, también tuvo su contraparte en la rapiña, la codicia, y la falta de humanidad. Muchos de los recursos que llegaron a la capital jamás fueron recibidos por los damnificados. Cientos de personas que operaban desde las sombras se enriquecieron a costa del sufrimiento de miles. Los damnificados quedaron cedidos a la intransigencia del gobierno y sus políticas contradictorias. Hubo quienes lo perdieron todo.Destaca en particular la anécdota infame de las costureras, cientos de obreras que trabajaban en condiciones precarias en talleres clandestinos, y que quedaron sepultadas bajo los escombros del terremoto. Nunca pudieron ser rescatadas, pues los empresarios -con las autoridades de su lado- tuvieron como prioridad desenterrar las cajas fuertes y los bienes materiales antes que a las mujeres anónimas que agonizaban entre la oscuridad y el polvo, y que no volvieron a ver nunca a sus seres queridos. La verdadera cantidad de fallecidos no la sabrá nadie nunca. Aquel día, la tierra devoró a miles. Miles de desaparecidos, miles cuyo nombre fue borrado de la historia, miles de mexicanos que quedaron sepultados para siempre aquel jueves indigno que en su amanecer asemejaba ser como cualquier otro en la historia del mundo. Todos los medios, ya sean gubernamentales, e incluso académicos, difieren en las estadísticas de la muerte.Lo cierto es que la Ciudad de México jamás volvió a ser la misma, y quedó entre sus calles la cicatriz profunda de un miedo que ha traspasado las décadas, y que volvió a repetirse el 19 de febrero del 2017, 32 años después, como si la tierra tuviera memoria. No obstante, esta vez se encontró a una sociedad más fuerte, mejor preparada, y con la consciencia de que no basta más que un capricho de la tierra y un vaivén de la naturaleza para derrumbar edificios, para tumbar rascacielos, para renombrar lo que damos por hecho como si fuera nuestro desde siempre, y borrar de zarpazo todo cuanto creemos eterno en la memoria de los hombres. Con información de UNAM, Gobierno de México, y Televisa. FS