Sábado, 23 de Noviembre 2024

¿La pandemia infectará a la democracia?

La privacidad y la libertad están en riesgo incluso después de superar la fase más crítica del COVID-19
 

Por: Enrique Toussaint

La tecnología puede ser una gran aliada en el combate a la pandemias del coronavirus, sin embargo es un acervo de información muy inquietante en manos de funcionarios o empresas que pudieran no hacer el mejor uso de ella. EL INFORMADOR/E. Victoria

La tecnología puede ser una gran aliada en el combate a la pandemias del coronavirus, sin embargo es un acervo de información muy inquietante en manos de funcionarios o empresas que pudieran no hacer el mejor uso de ella. EL INFORMADOR/E. Victoria

Yuval Noah Harari es, sin duda, uno de los grandes pensadores de nuestra época. Sus textos (Sapiens, Homo Deus o 21 lecciones para el siglo XXI) son atrevidos, desafiantes y no menos preocupantes. Harari nos invita a conocer de dónde venimos como humanidad —con planteamientos disruptivos— y hacia dónde vamos. En sus libros nos dibuja un mundo sólo visto en las películas de ciencia ficción: vida inorgánica, algoritmos que controlan todo, el desafío a la mortalidad. Cada página es tan perturbadora, tan difícil de engullir, que terminas con una sensación de que como humanidad enfrentaremos transformaciones que todavía no podemos calibrar.

La pandemia del COVID-19 seguramente acelerará esos procesos de transformación que ha venido describiendo Harari. Se ha vuelto un lugar común sostener que “el mundo no volverá a ser igual después del coronavirus”; qué habrá un antes y un después de la pandemia. Sin embargo, más allá de algunas reflexiones sobre el sistema de salud, el uso de cubrebocas o la distancia social que tendremos que guardar por mucho tiempo, pocos analistas han advertido el terremoto en nuestras vidas personales que supone el COVID-19.

Imaginemos: las principales potencias del mundo verán su economía contraída a niveles nunca vistos en un siglo; este año habrá millones de contagiados y la vacuna estará lista entre 2021 y 2022. Y, después de eso, agreguemos el tiempo necesario para desarrollar las cientos de millones de vacunas que se necesitan para cubrir la demanda mundial. Habitaremos y coexistiremos con la pandemia durante mucho tiempo. En adición, la pandemia del desempleo que recorrerá al mundo y arrojará a tanta gente a la pobreza más absoluta. Tardaremos mucho tiempo en volver a una especie de nueva normalidad. Porque la vieja normalidad, ésa ya está sepultada.

Los gobiernos han tenido que tomar medidas drásticas para frenar la propagación del virus. Los países asiáticos fueron los más contundentes: cuarentenas obligatorias, toques de queda, test masivos y parálisis total de cantones enteros. Los Estados autoritarios tienen menos restricciones institucionales para tomar medidas que suspenden, de golpe y porrazo, los derechos civiles de los pueblos. Europa fue menos contundente, en un principio, e Italia y España todavía no pueden controlar la pandemia. Lo mismo podemos decir de Estados Unidos, Donald Trump quiso minimizar el ulterior impacto del coronavirus y en ciudades como Nueva York ya han muerto más de 18 mil personas. En México, todavía no sabemos qué tan mortífero será ese huracán llamado COVID-19. Aunque, esta misma semana superamos los mil fallecimientos.

Sin embargo, más allá de diferencias entre la forma que han abordado la pandemia los distintos países, es un hecho que en casi todo el mundo los gobiernos han tenido que tomar decisiones como restringir la circulación de los ciudadanos e imponer el aislamiento social obligatorio. Cerrar fronteras, cancelar vuelos y paralizar la actividad económica. En muchas ocasiones, las decisiones de los gobiernos se mueven en los grises entre la democracia y el autoritarismo. Una delgada línea que aceptamos los ciudadanos porque consideramos que es la única forma de cuidar nuestra salud. Intercambiamos libertad por seguridad (sanitaria, en este caso); un viejo debate de la gobernabilidad. 

Y, en el mismo sentido, la pandemia ha puesto en primera línea a toda esa estructura de vigilancia hacia los ciudadanos, en manos del Gobierno y de los gigantes virtuales. La tecnología puede ser una gran aliada en el combate a pandemias del tamaño del coronavirus, sin embargo es un acervo de información muy inquietante en manos de funcionarios o empresas que pudieran no hacer el mejor uso de ella. Imaginemos, si hoy en día, a través de nuestra huella digital, Amazon, Google, Spotify o cualquier gigante tecnológico, conoce más de nosotros que nosotros mismos, preguntémonos que pasa si, en adición a ello, nuestra salud está en juego. En nombre de la pandemia, los gobiernos encuentran plena justificación de monitorear nuestros movimientos y hasta usar la tecnología para garantizar el cumplimiento de la distancia social.

Han surgido distintas iniciativas que buscan poner la tecnología al servicio del combate a la pandemia. Por ejemplo, la posibilidad de obtener una aplicación en donde una persona pueda saber si otros peatones tienen coronavirus o han podido tenerlo en el pasado. Tecnologías que pueden dotar de información útil a individuos, pero que también podría segregarnos de forma preocupante (el carnet de inmunidad que se discute en Alemania). En el mismo sentido, la urgencia por atender la pandemia, y evitar muertos, parece darles licencia a los gobiernos para que sean opacos. Se suspende la transparencia por motivos de la seguridad nacional. La combinación entre información privada y discrecionalidad puede llevarnos a escenarios indeseables para la democracia.

La propia pandemia normaliza discursos bélicos y de estado de sitio permanente. El coronavirus es un adversario invisible, que no podemos identificar. Sin embargo, estamos en guerra contra este adversario microscópico que amenaza con llevarse cientos de miles de vidas. Confiamos en que las autoridades nos dicen la verdad. Confiamos en que defienden el interés público. Sin embargo, como diría el académico Mario López, “quien controla los datos, controla la realidad”. El uso político de los datos sobre la pandemia es un tesoro para la supresión de libertades y pedir obediencia ciega a los gobiernos. El control de los datos es un instrumento ideal para pedir que entreguemos nuestra privacidad en “bandeja de plata”. Entendamos que si la tecnología ya nos estaba condicionando nuestra libertad —aunque pensemos lo contrario—, ahora, si no somos críticos, podríamos caer en un mundo orwelliano en donde cada uno de nuestros pasos sea monitoreado y controlado por gobiernos y gigantes globales. 

Uno de los consensos que nos deja el combate a la pandemia es el retorno del Estado. Se murió el relato del mercado como salvador de la humanidad. La realidad es que nuestra fe en que el capitalismo, sin intervención del Estado, lo arregla todo, nos va a dejar la peor crisis económica y financiera en un siglo. Bueno, en realidad el capitalismo parece “dis-funcionar” con base en crisis cíclicas. Sin embargo, el retorno del Estado tiene que ser la vuelta del Estado democrático, sujeto a contrapesos, Estado de Derecho y libertades civiles. Debemos defender nuestra privacidad y hacerla compatible con la protección de la salud. El mundo post-COVID-19 puede ser uno autoritario, sin privacidad, desigual, discriminación, segregación. E imaginemos lo que puede ser en países sin instituciones confiables, alta corrupción y democracia frágil como la mexicana. A los autócratas les gustan las crisis porque pueden suspender derechos sin dar muchas explicaciones. Cuidemos que la pandemia no infecte y devore a la democracia.

Temas

Lee También

Recibe las últimas noticias en tu e-mail

Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día

Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones