Andrés Manuel López Obrador alcanza los 100 días con un horizonte ideal. El Presidente tiene mayoría en las cámaras; ninguna oposición de envergadura; una popularidad que supera los 70 puntos, y hasta una recompuesta relación con el empresariado. Tampoco hay grandes sindicatos que se opongan a la política presidencial e incluso la intención de voto de su partido se ha disparado desde el primero de julio. De la misma forma, la agenda pública gira inexorablemente en torno al mandatario y, en términos generales, sus primeras decisiones son vistas con agrado por parte de una mayoría de los mexicanos. Mucho más no puede pedir el Jefe de Ejecutivo.Sin embargo, como alguna vez sostuvo “The Economist”: “la realidad muerde”. El juicio de la realidad es implacable. Hay cosas que el Presidente no puede controlar aunque se obstine en negar. La economía muestra signos de desaceleración, existen causas internas, pero sobre todo por el enfriamiento de la economía de los Estados Unidos. Economistas como Jonathan Heath o Raúl Feliz han advertido que México difícilmente crecerá en el primer trimestre del año. Y la mayoría de los pronósticos sitúan el crecimiento del país en torno al 1-1.5%. La inseguridad tampoco muestra grandes signos de mejora. Los homicidios se mantienen por las nubes y la Guardia Nacional, como proyecto insigne de la actual administración, difícilmente quedará conformada en el resto de 2019. Como cada sexenio, la paz -paradójicamente- dependerá de los militares.Los primeros cien días de AMLO han sido una eficaz articulación de simbolismo y comunicación. Primero, el combate del Presidente contra los privilegios de la clase política lo dotó de legitimidad. Las encuestas demuestran que dicha agenda genera amplios consensos en la sociedad. Los diferendos con la Corte o las polémicas por la Ley de Remuneraciones han fortalecido el discurso del Jefe del Ejecutivo. No sabemos, en términos reales, cuánto ahorro ha habido, pero la construcción de la imagen de un Presidente cercano al pueblo ha influido, de manera determinante, en la percepción de que López Obrador es un mandatario distinto. Un antisistema desde el Gobierno.De la misma forma, el Presidente ha hecho del combate a la corrupción, un eje transversal que marca todas sus políticas públicas. La denuncia de la corrupción le ha permitido al Presidente utilizar el machete -en lugar del bisturí- para minar la credibilidad de cualquier institución que no sigue “a pie de juntillas” sus deseos. El discurso voluntarista -no existe el “no se puede”- está siendo premiado por los ciudadanos. Después de gobiernos que ponían excusas, o que parecían estáticos frente al sistema, las prisas de López Obrador brindan una percepción de una tremenda sacudida al estatus quo.También hay medidas concretas que trascienden lo simbólico. Por ejemplo, el salario mínimo subió 16%. No es menor. Las pensiones a adultos mayores se duplicaron. Se acabaron los privilegios de la alta burocracia y el Congreso aprobó un presupuesto con mayor tinte social. Y es que las medidas de López Obrador son más efectivas cuando atiende problemas directos de la sociedad y no cuando busca que el símbolo se superponga a la realidad.Empero, el Presidente necesita más sentido de realidad y pragmatismo. Hace algunos días, López Obrador dijo que el Gobierno es un “elefante que se mueve muy lento”. Un animal complejo que no se activa a la voz cantante del mandatario. El Presidente tiene prisa por demostrar que las cosas se pueden cambiar simplemente con la voluntad y eso ha provocado problemas que repercuten en la credibilidad de su proyecto, en la certidumbre de sus acciones y en el horizonte a mediano y largo plazo. Y es que, si algo podemos rescatar de los gobiernos de izquierda que han logrado avances relevantes en determinados países como Uruguay, Chile, Portugal o España, es que logran vincular el simbolismo (fundamental en la política y en la construcción de expectativas) con el realismo y el pragmatismo. López Obrador debe desoír a esas voces que creen que la polarización es su mejor aliado. La certidumbre es y será la base que dote de viabilidad a su proyecto político.Por ejemplo, el mayor foco rojo que tiene López Obrador en materia económica es Petróleos Mexicanos. Y es donde el símbolo y la realidad se entrecruzan. El Presidente no va a abandonar a su suerte a la empresa pública que representa, de forma fidedigna, al nacionalismo mexicano. López Obrador quiere que la petrolera sea lo que fue: eleve su producción, produzca gasolina y sea la hegemónica del mercado energético nacional. El asunto es que Pemex tiene finanzas muy delicadas, con compromisos de deuda que ascienden a dos billones de pesos y cumplimientos de créditos por más de 130 mil millones de pesos sólo en 2019. ¿Hasta dónde está dispuesto a ir López Obrador con tal de rescatar a la petrolera? ¿No puede generar más problemas económicos un proyecto que a corto plazo no es sustentable? El símbolo es fundamental mientras no desplace la razón a la hora de ver de frente a la realidad.El proyecto del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México también difuminó la diferencia entre realismo y simbolismo. López Obrador enterró el Aeropuerto en Texcoco más como mensaje político que como proyecto de Gobierno. Frente a los poderes fácticos que presionaban, el Presidente quiso manifestar la autonomía del Estado como eje simbólico de la ruptura con el neoliberalismo. Sin embargo, la decisión que pudo haber sido aplaudida por las bases más duras de sus simpatizantes, tuvo un efecto de desconfianza con el empresariado que todavía no se subsana del todo. Tan es así, que los indicadores en materia de inversión siguen muy lejos de los óptimos para esperar un crecimiento por encima del 2 por ciento en este 2019. Es donde el Presidente tiene que ser más pragmático.Los primeros cien días de López Obrador han sido una montaña rusa no apta para aquellos que sufren de vértigo. El compromiso de la ciudadanía sigue estando con el cambio y, todavía, López Obrador lo representa para una mayoría. Las buenas ideas deben estar acompañadas de buena implementación, y el Presidente no debe menospreciar la realidad. No debe menospreciar los mensajes que mandan la economía, la seguridad y el combate a la corrupción. El símbolo no puede estar por encima de la fría realidad.