Lunes, 25 de Noviembre 2024

¿Jalexit?

El desafío del gobernador es explicar por qué redefinir el pacto fiscal tiene implicación en la vida de la ciudadanía

Por: Enrique Toussaint

El pacto fiscal no es otra cosa que la traducción económica del acuerdo que tienen aquellas entidades que deciden unirse para formar un país; en este caso, México. ESPECIAL

El pacto fiscal no es otra cosa que la traducción económica del acuerdo que tienen aquellas entidades que deciden unirse para formar un país; en este caso, México. ESPECIAL

Desde que el gobernador anunció que en Jalisco se analizaría la viabilidad de consultar sobre el pacto fiscal, se han desatado toda clase de interpretaciones. Argumentos variopintos: el objetivo es electoral; es un berrinche porque la Federación no financia los proyectos a los que el actual gobernador se comprometió; es separatismo, escribió una prominente pluma nacional; los gobiernos locales no quieren recaudar, no se quieren desgastar políticamente; es una estación más para alimentar la egoteca del actual inquilino de Casa Jalisco, y otro muy recurrente: para qué meternos en esos laberintos si hay tantos problemas que requieren solución inmediata.

Como diría Jack El Destripador, vamos por partes. El pacto fiscal no es otra cosa que la traducción económica del acuerdo que tienen aquellas entidades que deciden unirse para formar un país; en este caso, México. El sistema federal es un pacto entre territorios para mantener un cierto nivel de soberanía y autonomía, pero al mismo tiempo compartir una casa común. Es un matrimonio que se cimienta en la solidaridad y autonomía de las partes. El federalismo es el mejor sistema de distribución de competencias por una sencilla razón: parte de la idea de que los problemas más importantes de la ciudadanía deben ser resueltos desde su entorno cercano. Por lo tanto, debatir el pacto fiscal, automáticamente supone poner sobre la mesa: qué obligaciones deben cumplir los gobiernos -de los tres niveles- y cómo pagamos la factura. No es cosa menor debatir sobre el pacto fiscal.

El federalismo mexicano ha sido, por décadas, un antidemocrático intercambio de impunidad por lealtad. El gobernador se portaba como un soldado del Presidente, y éste último lo premiaba con dinero y discrecionalidad. Las reglas: roba, pero no hagas desmadritos. La política local la define el gobernador y la nacional, el Presidente. Este pacto de recíproca impunidad es el origen de toda esa camada de sátrapas que han gobernado a nivel local. Los Duarte, Borge, Yarrington, el Góber precioso, Fidel Herrera, Ulises Ruiz. Escribiríamos cinco artículos con los nombres y apellidos de los gobernadores perseguidos por la justicia desde 2010. Muchas veces, la explicación centralista de la corrupción de los gobernadores ha sido muy básica: las entidades federativas no tienen instituciones que limiten el abuso del poder de los gobernadores. En parte es cierto -en algunos estados-, pero no es toda la historia. El saqueo fue consentido y permitido por un modelo federal que incentiva la complicidad y el besamanos entre el Presidente y los gobernadores. Federalismo en México no significa contrapesos y equilibrios, sino más ventanas para la corrupción.

Dicha anomalía política (la sumisión de los estados al poder central), tiene una dimensión innegablemente económica. No es la única. ¿Por qué económica? El gobernador en turno tiene que callarse si quiere lana. El gobernador en turno tiene que complacer al Presidente si quiere que prosperen sus proyectos. Dicha lambisconería la vimos con especial intensidad en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (removió a 14 gobernadores), pero también en los periodos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Sin embargo, la actual administración ha dado pasos aún más centralizadores. Existe un denominador común en las decisiones que el Gobierno Federal toma en materia presupuestal: la transformación de fondos y partidas, la mayoría con reglas de operación, en bolsas discrecionales de ejercicio directo y con un mayor margen de discrecionalidad. La desaparición de los fideicomisos es sólo un botón de muestra.

El federalismo mexicano premia la lealtad y desdeña el compromiso con la presentación de proyectos fundamentados para los estados. En la medida en que el gasto federalizado se hace más opaco, la negociación política se impone a las necesidades de los ciudadanos. No importa si tal o cual obra es relevante para la ciudadanía; lo que importa es el capricho de quien tiene el dinero: papá Gobierno Federal. Qué pacto tan ventajoso: los gobernadores estiran la mano y el Presidente se “para el cuello” con las obras. En esta ecuación, quien casi siempre pierde es la ciudadanía: gobiernos locales corruptos sin contrapesos y gobiernos centrales más parecidos a una entelequia, incapaces de rendir cuentas en los estados.

La redefinición del pacto fiscal no está reñida con atender las demandas de la ciudadanía. Para quien sostiene: ¡Hay problemas más importantes que el pacto fiscal! Por el contrario, es su base: no se pueden cambiar las cosas sin dinero. Volvamos al ejemplo del matrimonio. Una pareja decide que durante 2021 tiene que hacer inversiones en remodelar su departamento, comprar un auto o adquirir un seguro de salud privado. La pregunta sería: ¿y cómo pagamos eso? No hay muchas alternativas: nos ajusta con el salario, podemos endeudarnos y pagarlo en el tiempo, sacamos de los ahorros. Un Gobierno es igual. Exigimos, permanentemente, dinero para combatir la violencia, las desapariciones, la precariedad económica, obra pública, salud y transporte públicos de calidad. El Estado debe recaudar más e incluso apostar por nuevos impuestos (ambientales, por ejemplo), sin embargo un reparto más justo del pastel podría ser positivo para entidades como Jalisco.

Veamos. Jalisco ejerció en 2019 (para no entrar en un año atípico con pandemia) 124 mil millones de pesos. Desglosémoslo: 38 mil se destinan a paraestatales, poderes y órganos autónomos; 12 mil a la UdeG;  32 mil a la Secretaría de Educación; 7 mil en concepto de subsidio y transferencias a municipios; más la nómina irreductible, tanto en seguridad como en salud, que difícilmente se puede disminuir a corto plazo. Corrijo, es indeseable que se reduzca. Por ello, un Gobierno Estatal goza de un 18-22% de margen de maniobra para atender todas las necesidades de sus ciudadanos y los proyectos estratégicos. En el caso de Jalisco, dicho margen de maniobra oscila entre unos 20 y 25 mil millones de pesos. Un presupuesto programable por habitante anual de entre los 4 y 5 mil pesos.

Una broma. El Gobierno del Estado tiene que eficientar su gasto, pero eso no esconde que las finanzas estatales y municipales estén más golpeadas que nunca.

Jalisco no debe ni siquiera azuzar con la posibilidad de dejar el pacto federal. Eso no es posible.

Nuestro Estado es ícono de la mexicanidad y lo seguirá siendo. El debate de fondo es: ¿el actual pacto fiscal responde adecuadamente a las necesidades de la ciudadanía? El actual modelo de reparto competencial y de gasto, ¿abona a la rendición de cuentas? En lo personal, siempre he creído que en un sistema federal, el Gobierno de la Nación debe tener poquitas atribuciones: seguridad nacional, fronteras, aeropuertos (tal vez), aguas y cuencas. El resto tendrían que ser atribuciones de los estados y los municipios. El principio de subsidiariedad: si una autoridad debe intervenir para resolver un problema de la ciudadanía, ésta tiene que ser aquella que es más cercana. La cercanía permite conocimiento de la problemática y mayor probabilidad de rendición de cuentas. La obra de la Línea 3 del Tren Ligero (casi enteramente federal) nos demuestra qué pasa cuando el poder central se encarga de proyectos fundamentales para la ciudadanía: no da la cara por retrasos, sobreprecios, información clasificada y un larguísimo etcétera. Es cierto que los gobiernos locales también caen en corrupción e ineficiencia, pero al menos a ellos los tenemos todos los días aquí para exigirles y reclamarles.

Jalisco tiene la oportunidad de abanderar una transformación del pacto fiscal y, por ende, del arreglo federal del país. Ser un factor democratizante en la relación entre los estados y la Federación. Para marcar un precedente y servir para cambiar la corrupta relación entre las partes que componen el estado mexicano, son fundamentales cuatro condiciones. La primera, que la petición de la renegociación del pacto fiscal no sea una guerra entre ciudadanos. No es Jalisco contra Oaxaca o Guerrero contra Nuevo León; no es los estados ricos contra los pobres. Es la lucha por un modelo justo, pero a la vez solidario. Dos, qué el Gobierno no defina ni la fecha, ni las preguntas.

Independencia del árbitro electoral. Una consulta patito perdería toda credibilidad. Tercero, el involucramiento activo de la sociedad. Qué el debate sobre los impuestos, el gobierno y las prioridades de las administraciones públicas, baje a los barrios, las comunidades y las familias. Y, último, la consulta debe servir como un termómetro de la opinión de la ciudadanía que luego suponga una mesa de negociación que desemboque en una impostergable Convención Nacional Hacendaria que modernice el obsoleto pacto fiscal mexicano. La consulta es un paso, pero como bien sostiene el doctor Javier Hurtado, este problema debe ser resuelto por la política. La buena política.

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