Guadalajara tiene infinidad de templos. Cientos de capillas e iglesias en cada colonia, en cada barrio y esquina de los lugares donde vivimos. Sobre kioscos y explanadas, en plazoletas sencillas, santuarios inconclusos y gigantescos en la punta de los cerros. Pero uno de los recintos religiosos más característicos de Guadalajara es el del templo del Refugio, en el centro de la Av. Federalismo, en medio de dos carriles, como una isla perdida en el tráfico de todos los días. El Refugio parece una obra inconclusa, algo que está por error a la salida de la estación del Tren Ligero. Pero que el templo esté ahí como una embarcación a la deriva no es producto de la casualidad: es el único testigo, sobreviviente de lo que hubo alguna vez ahí. Hace algunas décadas, lo que hoy es una avenida congestionada y una estación del Tren Ligero, fueron manzanas de casas y fincas donde vivieron decenas de familias y cientos de personas, y que conformaban uno de los barrios más antiguos de Guadalajara; el del Refugio. Antes, el Refugio no estaba dividido por Federalismo. Fue, en nombre de la modernidad, que el Gobierno de Jalisco decidió demoler 234 casas y fincas, para movilizar hacia el norte el crecimiento acelerado de la ciudad. Guadalajara estaba creciendo. Ya no era una ciudad recóndita situada en la Provincia, bajo el sol tenaz del Valle de Atemajac. Guadalajara registraba entonces casi un millón y medio de habitantes, y seguía expandiéndose hasta el horizonte a un nivel desmedido, lo que implicaba un replanteamiento urgente de la urbanística y el diseño de la ciudad. Jorge Matute Remus, el hombre visionario que logró mover un edificio sin que sus trabajadores interrumpieran sus labores un solo instante, propuso la construcción de un eje Norte-Sur que agilizara la movilidad de la Zona Metropolitana de Guadalajara, y su crecimiento irreversible. La solución fue la restructuración de 5.3 km de calles, desde Washington hasta División del Norte, para expandir los carriles de Federalismo, lo que implicaría la destrucción de mil 150 casas para "ampliar de 10 a 50 metros e igualarla con la avenida Colón". Esta tentativa contemplaba la desaparición total de las calles aledañas al templo del Refugio, como la calle Moro, junto con sus fincas, departamentos, vecindades y familias, y las personas que llevaban viviendo ahí toda su vida salieron a protestar a Palacio de Gobierno, que entonces estaba encabezado por el gobernador Alberto Orozco Romero. La contradicción de la historia fue que el mismo Orozco Romero había crecido y vivido la infancia en las calles que su gobierno planeaba destruir. Las quejas de los vecinos del barrio del Refugio fueron en vano. La planificación del eje Norte-Sur ya había sido aprobado en unanimidad por el gremio empresarial, y sobre todo por el alcalde de Guadalajara, Guillermo Cosío Vidaurri, que unos años más tarde también sería gobernador de Jalisco, hasta que las explosiones del 92 y la deshonra pública lo llevarían a pedir de urgencia una licencia de su cargo, en un recurso de claudicación. En aquellos años, a finales de los 70, faltaba todavía mucho para la tragedia grande de las explosiones que cambiaría la vida de los tapatíos para siempre. El barrio del Refugio no podía hacer nada ante la modernidad voraz, y mucho menos ante el crecimiento de Guadalajara. Era irremediable, y no les quedó más que seguir escuchando los planes meticulosos con los que terminarían por derrumbar sus casas, aplanar sus calles, dejar espacio para los automóviles que venían de todos lados, y la construcción subterránea de lo que sería la Línea 1 del Tren Ligero.El gobierno de Jalisco fue oídos sordos a las exigencias de los habitantes del Refugio, y se valió de toda la retórica inamovible que justifica cualquier proyecto, aun sea el más descabellado, pues se dijo que la obra era "urgente y útil, cima de la población nacional". Algo similar ocurrió décadas más tarde, cuando se planeó construir una presa en el fondo de la Barranca de Huentitán, y cuyo proyecto desalojó a cientos de personas para que al final la tentativa fuese cancelada por irrisoria. Los habitantes de El Refugio se enfrentaban a un obstáculo mucho más grande. El presidente de la República, Luis Echeverría, que por entonces tenía buenos tratos con nuestro gobierno, también dio su beneplácito a la ampliación de Federalismo desde Washington hasta División del Norte. El Colegio de Arquitectos de Jalisco publicó un comunicado donde defendían que el proyecto era imprescindible para "la conformación de la ciudad y el progreso de la comunidad". El barrio de El Refugio comenzó a ser demolido a mediados de 1973, después de que muchas familias fueran indemnizadas más por presión y chantajes que por iniciativa auténtica. El Gobierno de Jalisco, no obstante, decidió "salvar" el templo del Refugio, que desde 1900 había sido administrado por franciscanas. Quizás fue una caridad de último minuto del gobernador Alberto Orozco, que pasó los atardeceres de su juventud a media cuadra del templo, y que tal vez como redención lo dejó intacto entre los carriles de Federalismo, como un barco perdido y flotando a la deriva. La calle Moro, que daba directo al templo el Refugio, y que hoy es Federalismo de sentido Norte-Sur, desapareció para siempre. No fue sino hasta 1976, tres años más tarde, que tanto Alberto Orozco como el presidente Luis Echeverría en persona dieron inauguración al primer tramo de la obra civil. La modernidad de Guadalajara se cobró otras víctimas, como el Panteón de Mezquitán, que también tuvo que ser dividido ante la ampliación de la avenida Enrique Díaz de León. De algún modo, aquello se quedaría para siempre en la consciencia del gobernador Orozco, cuya intención original, según escribió en el libro La nueva Ciudad, era el beneficio de la mayor cantidad posible de tapatíos a costa del sufrimiento de muy pocos.“Buena parte de la responsabilidad por la demolición del hermoso barrio, en que transcurrió parte de mi infancia, gravita en mi conciencia”, confesó. Pues con su puño y letra firmó los documentos con los que aprobaba la demolición, el aplanamiento, la destrucción de las calles de su juventud entre crepúsculos metropolitanos, cuando el Centro de Guadalajara aún conservaba entre sus fincas ese aire de pueblo. 234 casas fueron destruidas, vecindades, fincas y multifamiliares, 234 espacios con sus respectivas vidas.Orozco Romero estaba atado de manos: Guadalajara crecía, y no daba señales de detenerse. Como hoy. De aquellos años, de aquellas épocas, no queda más que el templo en medio de la avenida, a veces inoportuno, a veces inexplicable, pero siempre sobreviviente de todo lo que alguna vez Guadalajara tuvo que perder en nombre del progreso, y a costo de lo que somos hoy. Con información de Gobierno de Jalisco, y el libro Los Decenios de Guadalajara, de Guillermo Gómez SustaitaFS