Al principio lo que reinó fue la incertidumbre. En Guadalajara las calles estaban todavía húmedas de los chubascos del día anterior, y en el soplo de mar en el viento se auguraban las tormentas de otra tarde. El cielo estaba atravesado de nubes, con breves atisbos que daban la falsa esperanza de un azul resplandeciente, pero no había nada en aquel desorden de todos los días que captara la atención de nadie.Era la cúspide del verano, con los niños libres de las escuelas y dueños de su albedrío, y la ciudad entera desbalagada en la soledad de sus rutinas diarias, cuando una eclosión de obscuridad que no podía ser de este mundo fue devorándose el cielo, y en el epicentro del mediodía fue posible mirar hacia arriba y señalar el sitio exacto donde se derramaban en su luz las estrellas: una noche auténtica a mitad del día. El 11 de julio de 1991, un eclipse solar cubrió gran parte de México en un fenómeno pocas veces visto para los tapatíos, como un ventarrón imposible y de cualidades eternas que se quedó para siempre en la vida de todos. Guadalajara se nubló, pero por una lógica superior y más antigua que la de las lluvias, y sin que siquiera hubiera nubes en el cielo. No era como el atardecer, no hubo la anticipación de oro en el crepúsculo que anunciara que la noche era inminente. No: era la inmensidad de las doce de la tarde, cuando lo único certero en la vida era el sol mismo, y el único espacio para los sueños era dentro del sopor de la oficina. El sol de siempre había quedado desposeído por una madrugada de desconcierto: una estrella negra. El eclipse fue delatado por el alboroto de los pájaros. Los animales respondieron a una naturaleza aturdida, como si ya presintieran que algo ineludible desplegaba su autoridad sobre el viento. "Yo estaba trabajando", recuerda Clementina Álvarez, que en aquel momento tenía 17 años. Laboraba en el Kentucky Fried Chicken de la Calzada Independencia y el Parque Morelos. A ella nadie la había avisado que una segunda noche trastocaría sin remedio el mediodía. El episodio quedó marcado en su juventud para siempre. "Los pájaros empezaron a cantar así mucho, y dije, ay qué raro, porque estaban regresando de a montones a los árboles. De pronto se empezó a hacer de noche, hizo como frío. Se puso oscuro. Y yo no me lo podía creer. No era miedo lo que sentí, es que era inexplicable. La gente se salió a la calle, nos salimos del restaurante, para ver. A mí se me hizo increíble. Estaban prendidas todas las luces del parque, como si fuera de noche otra vez". Las parvadas atravesaban los cielos de Guadalajara en un alboroto de confusión, regresando a sus árboles dejados apenas unas cuantas horas antes, en el aleteo del anochecer precipitado. No fue una oscuridad inmediata, sino una sombra indecisa que una vez consolidada cegó al mundo: una mancha devoró el sol. Una mancha en principio insignificante, como un lunar inoportuno que enturbiaba la imagen límpida del astro. Pero mientras transcurrieron las horas la mácula fue creciendo, circular, bien definida: imposible.Era como la luna en su calendario, que va cambiando de formas los distintos días de la semana, llena, cuarto menguante, cuarto creciente, y a veces no es más que una sonrisa resplandeciente en la inmensidad de la noche. Todas estas fases fueron visibles, pero en el espacio de unas horas, y en metamorfosis viva en plena superficie del sol. Algo estaba oscureciendo el sol. Algo que a pesar de tener explicación científica -era la luna- carecía de lógica o razón para un terrenal común. Guadalajara quedó reducida a perplejidad, la volvió minúscula, y la retornó a lo primigenio. Diego Díaz Barrera, por su parte, conserva de aquel eclipse un recuerdo de tristeza y de amor. Tenía 19 años, y se sentía en la primavera de su vida. Vivía en el barrio de Analco, y por entonces salía con una muchacha de la que estaba enamorado con el alma, de modo que el eclipse le pareció un pretexto irrepetible para confesarle su sentir. Junto con un grupo de amigos, subieron a la azotea de su casa para esperar el eclipse. En el momento en el que el sol fue relevado por la medianoche impostora, la joven se espantó tanto que el único asidero que encontró para no caer al vértigo de lo eterno fue la mano de Diego."N'ombre", recuerda Diego, que ahora tiene 51 años. "Yo sentí que me moría". El momento no tuvo trascendencia más allá de la noche efímera, e incluso Diego tuvo el deseo sacrílego de que se prolongaran estas penumbras hasta siempre con tal de que él y ella se quedaran así como estaban. No obstante, no encontró el valor para decirle que le gustaba. El eclipse no sólo arrastró a su paso las ilusiones de la ciudad: también se llevó su corazón consigo. "Al poco tiempo se cambió de casa", suspira Diego, con una sonrisa. "Ya no la volví a ver". Era la 13:21 de la tarde, un 11 de julio de 1991, cuando volvió a hacerse de noche en Guadalajara. Se encendió el alumbrado público, las aves desaparecieron del cielo, sopló un viento frío, y la vida diaria se permitió un desequilibrio en su rutina para atestiguar lo eterno. Por unos instantes el misterio fue tan grande que la metrópoli entera fue invadida por el silencio de las estrellas apresuradas. Había un círculo perfecto, negro, más negro que la noche, rodeado en su contorno de una marejada de luz. Un sol obscurecido.La gente estaba confundida, suspiraba, se pasaba las manos por el cabello. Aplaudían, gritaban, reían. Centros ceremoniales y pirámides en todo el país fueron invadidos por académicos y escépticos por igual, por hordas de extranjeros atolondrados y por todos los hijos de la New Age, que se desfogaron en prácticas indígenas, sesiones budistas, posiciones de yoga y lecturas de tarot en un barbarismo de sincretismo.Las embarazadas huyeron de la luz de la noche falsa, y a los recién nacidos se les cubrió a cal y canto. Algunos supersticiosos vaticinaron pronósticos infaustos, pero en general reinó un desconcierto feliz. Poco a poco aquella mancha oscura fue retirándose, pero por el lado contrario del que vino, y en un instante la luz volvió a ser tan cegadora como a pleno día. Hubo música, aplausos, lágrimas, gemidos de espanto. Toda clase de ritos inverosímiles fueron realizados en aquel corto espacio de eternidad detenida.La gente, incorporándose a la rutina, siguió suspirando, preguntándose si lo recién atestiguado aconteció en realidad o si había sido una celada de los sueños: fue más fantástico que el sueño mismo. Los pájaros abandonaron sus nidos y regresaron a los páramos del cielo. Se desconectó el alumbrado público. Los gallos, donde los había, volvieron a cantar. El sol de siempre, desposeído, ocupó su lugar legítimo. Las estrellas precipitadas fueron invisibilizadas por el azul del firmamento. Guadalajara volvió a ser la misma; triste, confundida, sin más lugar para sorpresas de último momento. Ese mismo día, el cielo se oscureció dos veces.FS