Cuando Graciela Díaz se despidió de su esposo Eduardo la mañana del 22 de abril de 1992, no sabía que en ese beso de despedida dejaba también todo lo que había sido su vida, y todo lo que era el mundo como lo conocía hasta entonces. Se habían casado un año antes, el 2 de febrero de 1991, después de unos amores largos que habían iniciado desde la infancia, y entre las calles del barrio de Analco. “Andábamos por los mismos lados”, recuerda Graciela.Eduardo había crecido en las calles de Gante y Analco, toda su familia llevaba ahí desde siempre, mientras que la abuela de Graciela, la mujer de su vida, vivió en Los Ángeles y después en Bartolomé de las Casas, en el mismo sector de Guadalajara. Para abril de 1992, Eduardo y Graciela vivían en la eclosión feliz del matrimonio reciente. A Graciela le faltaban pocos meses para dar a luz a su primer hijo, ambos tenían un trabajo estable, y en ese instante lo único que esperaban del futuro eran prosperidades.La vida les tenía deparados otros planes. El 22 de abril de 1992, como todas las mañanas, Eduardo y Graciela se encaminaron rumbo al Sector Reforma. Su casa estaba en Loma Dorada, pero su rutina diaria giraba en torno a Gante, pues ahí vivía la madre de Eduardo, sus hermanos, y la familia entera. Una noche antes, Eduardo le había comentado a Graciela una situación particular que se vivía en Gante: toda la calle apestaba a gasolina, el agua potable de las casas salía mezclada con gasolina, y Eduardo había visto cómo las cucarachas salían moribundas de los registros, el drenaje, y las alcantarillas.La mañana del 22 de abril, Eduardo dejó a Graciela en su trabajo, en una tenería ubicada cerca de R. Michel, donde todos la cuidaban debido a su embarazo avanzado. Eduardo, por su parte, antes de dirigirse a su respectivo trabajo, se encaminó a Gante, a la casa de su madre, pues sus hermanos más pequeños estaban solos. Eran las vacaciones de Semana Santa, y no había nadie en la casa. Graciela y Eduardo se dieron su respectivo beso, y confiaron en que volverían a verse unas horas más tarde, como acontecía diario, como era siempre. Eduardo le dijo adiós, y se dirigió a Gante.Poco después de las 10 de la mañana, la tenería donde trabajaba Graciela fue sacudida por un estallido remoto. Al principio pensaron que era un transformador que había tronado, porque fue un sonido parecido, y con esa certidumbre continuaron sus labores. Estaban equivocados. Unos minutos más tarde, R. Michel se llenó con una marabunta de personas que corrían, gritaban, y lloraban. Familiares y amigos de los trabajadores de la tenería fueron a informarles que había explotado, y que la situación era crítica en la ciudad. A como le fue posible con su vientre de embarazo, Graciela corrió para llamar al trabajo de Eduardo y saber cómo estaba. Le contestaron que Eduardo no estaba, que había salido, y que se había dirigido para Gante, justo donde había explotado. Graciela sintió que se moría.Una tía con la que trabajaba en la tenería ayudó a Graciela. El propósito de Graciela era dirigirse a Gante, saber cómo estaban Eduardo y el resto de la familia. Pero fue imposible. Guadalajara estaba hecha un caos, con personas corriendo por todas partes, las patrullas y las ambulancias resonando al unísono, y los militares espantando a todo el mundo con sus marchas de terror. No había certeza de nada; nadie sabía nada, y se creía que toda la ciudad explotaría. A Graciela le fue imposible aproximarse a Gante, y en lugar de ello su tía la llevó con sus padres. Una vez con ellos, Graciela les exigió que la llevaran a Gante, y no hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión. Era una época sin celulares, sin redes sociales, y las líneas telefónicas estaban caídas. No había modo de saber el paradero de nadie. Sus padres, a regañadientes, aceptaron. Cuando Graciela llegó a Gante, sintió que sus terrores más profundos se confirmaban al ver la destrucción. No había calle. No había casas, vecindades, ya no había barrio, sino cerros de escombro, gente gritando, llorando, gente ensangrentada, cubierta de polvo, y un desorden que parecía del fin del mundo. Guadalajara estaba cedida a la muerte. El vientre de Graciela se le paralizó en una cuchillada de horror que la dejó aterida. Lo primero que pensó fue que Eduardo y el resto de la familia estaban muertos. Era imposible que hubieran sobrevivido ante la realidad de aquel panorama devastador. Graciela quiso internarse a la calle, pero los militares se lo prohibieron a causa del embarazo, y solo le permitieron el acceso a su padre. Cuando regresó, después de un rato, el pavor sólo aumentó en Graciela al ver que estaba llorando. Su padre jamás lloraba. “Ya se murieron”, pensó. “Ya se murió Lalo”. Sintió que ella se moría también. Graciela perdió el control de sí misma. Le exigió a su padre que le dijera la verdad, pero este insistió una y otra vez que no se había muerto nadie. Graciela no creía; ella quería ver por sí misma, cerciorarse que Eduardo estaba vivo. Pero la postura de su padre era la misma. “A ver, ¿te calmas ya?”, le gritó. “¿Ya te fijaste que estás embarazada, que tienes que ver por el bebé?”. Pero a Graciela no le importaba. El terror y la incertidumbre la habían sobrepasado. Sólo quería saber que su esposo estaba a salvo. Sin nada más que hacer, sin otra alternativa, sus padres se la llevaron a casa. Graciela lloró toda la noche. No pudo dormir. El vientre se le había paralizado, como si en las entrañas tuviera hielo. Al día siguiente, después de su madrugada de martirio, sus padres la llevaron al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), porque ya no toleraba el dolor en su vientre. En el Seguro se vivía la misma desolación; decenas de heridos y muertos, y personas que seguían llegando de las colonias donde había explotado.Los enfermeros le dieron a Graciela un diagnóstico simplista: el vientre le dolía por el susto de las explosiones, eran contracciones naturales a causa del espanto, y la regresaron por donde vino. En los noticieros seguían informando de la destrucción que desoló el Sector Reforma. A los muertos los sacaban por decenas de los escombros. Sus padres volvieron a llevarla a Gante, y ahí los familiares le informaron que Eduardo estaba a salvo. No se encontraba presente, no lo habían visto recientemente, pero le aseguraron que estaba a salvo.No obstante, era lo mismo, pues Graciela no lo había visto. No lo tenía frente a frente, no podía tocarlo, ni escuchar su voz. Pasó un segundo día sin que Graciela pudiera ver a su esposo. Una segunda noche en la que sentía el vientre atenazado por mil agujas invisibles, y en la que el llanto no le daba tregua. Ya no sólo por Eduardo, sino por la calle, por el barrio, por los vecinos y amigos muertos, y su esposo perdido en medio de aquel desierto de la muerte.Eduardo se había quedado en Gante sacando cuerpos de los escombros. Él sabía que Graciela estaba a salvo, pues un amigo en común le confirmó que se le habían llevado a la casa de sus padres. De modo que, sabiendo que su esposa estaba viva, Eduardo se quedó en la calle, día y noche, sacando los cuerpos de sus amigos, de los hijos de sus amigos, de sus vecinos, de la gente con la que creció y compartió su juventud. No se movió de Gante en tres días. También se quedó, porque, además de la gente solidaria que llegó a ayudar, muchos otros fueron motivados por la rapiña, y Eduardo vio incluso cómo los mismos militares saqueaban las casas destrozadas. No era consciente del tiempo; había tanto qué hacer, tantos cuerpos que sacar, tanto dolor por los muertos, que el tiempo dejó de tener sentido. No comió ni durmió.Tres días después pudo volver a ver a Graciela. Se encontraron en la calle; Eduardo seguía sacando cadáveres de los escombros cuando su esposa llegó a Gante, acompañada de sus padres. Corrieron el uno a la otra, se abrazaron, y rompieron en llanto. Graciela no reconoció a su esposo: ya no era el mismo del que se había despedido tres amaneceres atrás. Aquella noche Eduardo no durmió. Se despertaba gritando a mitad de la noche, azotado por las pesadillas. Soñaba con sus vecinos y amigos, que le sonreían en las calles del barrio, como en las tardes de la juventud, aunque en la vida real ya estaban muertos. No fue algo que se solucionara pronto. Por muchos meses, Eduardo siguió viviendo en sus sueños aquella pesadilla en la vida real que cambió a Guadalajara para siempre.Los terrores nocturnos no fueron la única consecuencia con la que tuvieron que lidiar; cuando Graciela regresó al Seguro para que le hicieran chequeo por el embarazo, los médicos le informaron que su bebé no había crecido. Que, por el susto de las explosiones, no registraba crecimiento. En Gante, se vivía un duelo todos los días. “Se murió mucha gente conocida, gente del barrio, gente de la tenería. Todo mundo teníamos miedo… Ibas a Gante y se sentía el frío de la muerte. Caminabas nomás a la esquina y se sentía helado. No era frío, era helado. Helado de muerte”, recuerda Graciela.Para junio, comenzó a sentir un dolor constante que le petrificaba el vientre, pero los doctores del IMSS la trajeron de arriba para abajo a causa de diagnósticos incongruentes, de modo que en un solo día fue al Seguro casi cuatro veces. Cuando el dolor ya era insoportable, el doctor le pidió que caminara, y en su andar sin rumbo Graciela sintió que el vientre se le volvía de piedra. El doctor le dio un dictamen inesperado. “Ya se te murió”, le dijo. “Ya se te murió el bebé”.Mandaron a traer una camilla, lo que no hicieron en todo el día, y resolvieron que tenían que realizar una cesárea de urgencia. Los doctores quisieron hacerle firmar a Eduardo un documento en el que libraban al Seguro de responsabilidades, pues era una operación de riesgo. Pero Eduardo se opuso. “Si a mi hijo no me lo vas a entregar, a mi esposa sí”, dijo. Intentaron anestesiar a Graciela muchas veces, pues el nerviosismo del doctor le impedía atinar la vena, pero el dolor de Graciela estaba mucho más allá. Cuando aquello finalizó, le preguntaron que si quería conocerlo. “Me tocó verlo”, dice Graciela. “Era un niño gordito, greñudo, bonito. Ojos de mamá, ¿no? Una siempre los ve bonitos. Lo agarro y no lo podía creer que estaba muerto. Porque estaba calientito”.Graciela pasó la madrugada en el hospital, llorando. Eduardo no pudo estar con ella, debido a los trámites burocráticos en torno a la muerte de su hijo. Ni siquiera tenían dinero para comprar un féretro. Después, le confirmaron a Graciela que, con el susto que vivió en las explosiones, con el horror ininterrumpido de tres días seguidos, con el desaliento de no saber dónde estaba su esposo, al bebé se le había enredado el cordón umbilical en el cuello.La vida cambió para siempre. Su vida como esposos, su vida como familia, su vida en el barrio. Gante dejó de ser lo que era. Se convirtió en una calle de talleres automotrices y lotes baldíos. Murió mucha gente, muchos vecinos, muchos amigos. “Lalo y yo teníamos un año y cachito de casados. Un año y tres meses. Bien poquito. Era nuestro primer bebé”, recuerda Graciela. El dolor sigue tan fresco como hace 31 años.“Yo pienso… pobres de los papás que se les mueren los hijos grandes. Porque no estás preparado para entregarlos. Pero igual duele que se te vaya uno chiquito, porque era la ilusión. Yo me imagino a cuántas personas después de las explosiones se les siguió muriendo gente. O sea, las consecuencias de todo mundo. De los sustos, de las personas que se quedaron atrapadas y no las sacaron a tiempo, que se quedaron en los hospitales, que ya no regresaron con su familia… es un antes y un después. Yo pienso que eso a todos nos afectó. Yo perdí a mi bebé”.FS