Uno dijo que fue el diablito que el taquero de la vuelta ensarta para aluzarse, otro lo contradijo al asegurar que no fue la impericia del avezado instalador, sino una blanca e inocente paloma que emprendió el vuelo por la ruta equivocada y acabó como chicharrón emplumado. Uno más aseguró que fue el violento encuentro de dos autos que derribaron un poste y para mí que fue la silbante ventolera que de pronto puso a circular por los aires la basura de 20 cuadras a la redonda.En lo único en lo que convinimos, cuando nos encontramos coincidiendo en la banqueta para averiguar la génesis del percance, fue en que tronó bien feo y la luz se deshizo, no solo arrebatándonos el flujo eléctrico, sino la posibilidad de rematar el día con una opción más decorosa que apoltronarnos en un sillón, con la vista clavada en la tempranera penumbra del ocaso vespertino. Mientras albergábamos la ilusión de que pronto se restablecería el servicio para franquearnos la posibilidad de entregarnos a nuestros placeres nocturnos, los presentes no atinamos a filosofar, charlar o contar chistes; ni siquiera nos dio por reflexionar sobre la infausta dependencia que tenemos del suministro eléctrico para no sentirnos tan desgraciados cuando un hecho fortuito nos lo cercena de tajo.Al cabo de una hora sin trazas de que se diera la ansiada reconexión, y ya sin el mínimo chisguete de luz que nos salvara de la temporal ceguera, asumimos que el asunto iría para largo y que mejor sería comenzarnos a agenciar algunas fuentes alternas de iluminación para seguir languideciendo sin oficio ni beneficio, porque la única opción viable en la negrura que nos envolvía era recogernos cada cual en sus aposentos a convocar la sumaria intervención de Morfeo, pero acordamos que tal operativo no era digno ni decente acometerlo cuando el reloj marcaba apenas la media para las ocho, como enunciaban mis ancestros cuando les solicitábamos que nos dieran la hora.Así que, sin aplicar consulta alguna, ni movernos para evitar el riesgo de acomodarnos un buen guamazo, nos escapamos por el túnel del tiempo para instalarnos en los recuerdos de una infancia pletórica de apagones, como sucedía en la tormentosa Guadalajara de nuestros mozos años, cuando lluvia torrencial y luz cortada prácticamente eran sinónimos.La primera consideración surgió instantánea, ponderando la efectividad con que nuestras progenitoras en aquellas noches de densa oscuridad nos mantenían a raya contándonos cuentos, haciéndonos piojito o, de plano, rezando el rosario para amansarnos definitivamente por el hipnótico efecto que provoca la distraída repetición de una misma frase, mientras se observa el crepitar de una vela ensartada en una botella de refresco. Ya mayorcitos, aprovechando la tétrica coyuntura, nos daba por contar cuentos de espantos, pero los favoritos siempre fueron los relatos maternos sobre Tradiciones y Leyendas de la Colonia, en los que mi progenitora era experta porque no se perdía los pasquines que por entonces se publicaban con dicho nombre. Por algunas de esas tenebrosas sesiones conocí la leyenda de la Llorona, la de la Casa de los perros, la del Vampiro tapatío que reposa en el panteón de Belén y la de la carreta de Mexicaltzingo, entre otras que hoy me espantan mucho menos que quedarme sin luz, porque cuando ésta me frena el acceso a la compu, la tele o la tableta, solo me dejan fija en la mente la existencial pregunta de ¿y ora qué hago?