Nada hay más pernicioso para un escribiente por encargo, que tener frente a sí la pantalla de la computadora en blanco y la mente en idéntica condición. Pocos asuntos agobian tanto, como saberse instada a cumplirle al oficio sin que la retórica ociosa fluya, aunque sea despacito, poquito a poquito, con un motivo que valga para compartir.Desde que comencé a transitar por las veredas de la escritura, a instancias de quien creyó que sería yo capaz de pespuntar un interminable anecdotario de vivencias y experiencias que resultan comunes para quienes habitamos en este terruño, han pasado tres decenios, cinco sexenios y algo así como un milenio de textos alusivos a esa cotidianidad que a todos alcanza y a ninguno perdona.Utilizando el no tan florido lenguaje de una provinciana clasemediera y fresa, salpicado con algunas gotas de acidez, sarcasmo y buen humor, he viajado por diversos espacios periodísticos y radiofónicos que me han convertido en una virtual cronista de la ociosidad, y mucho debo agradecer a mis parientes, amigos y vecinos que me han servido de inspiración para ventilar sus aconteceres, aunque en más de alguna ocasión no se han sentido precisamente homenajeados con mis desbalagadas e irónicas apreciaciones.Pero más deuda he contraído con quienes me han dispensado su paciencia y puntualidad para leer semana a semana mis peregrinos cuentos, que ni tantito se acercan a los del insigne García Márquez, pero al menos han sido más de una docena, eso sí.Y a todos quienes por tantos años me han honrado con su lectura pido hoy disculpas, por no ser capaz de gratificar su asiduidad con un texto a mi habitual modo y gelatinosa manera, pero me estoy permitiendo apelar a su indulgente empatía (ese hermoso sentimiento de participación afectiva que permite “percibir, compartir y comprender lo que otro puede sentir”, como bien define el diccionario), porque en este día mi mente, como la luminosa pantalla con el cursor parpadeando a la espera de un teclazo, está completamente en blanco.O, más bien, creo que estoy expresando el profundo deseo de que la sesera se me despejara hasta volverse tan alba y diáfana como para llenarla de ideas frescas, en lugar de sentirla tan nublada y borrascosa como la he traído durante toda la semana, a partir de que Daniel, Marco y Salomón, un trío de bullangueros alumnos en pleno ejercicio de su entusiasta vocación de cineastas en ciernes, han dejado de asistir a clases por causas tan inciertas como dolorosas.Para completar y acentuar el sombrío estadio que traigo anidado en la mollera y el corazón, recién me han notificado el deceso de Adrián Ortega Díaz, un muy querido discípulo en la vida fuera de las aulas, con quien coincidí en su adolescencia y tuve oportunidad de guiar y alentar hasta verlo convertido en un exitoso profesional y padre de familia que, a pesar de su juventud y reciedumbre de carácter, no logró vencer a ese enemigo impronunciable que tantas vidas se ha cobrado.Hasta hoy, más lejos del debut y más cerca del retiro, he entendido que para escribir (a menos que se trate de poesía) sale sobrando la intervención de las míticas musas, cuando la cabeza y el corazón están tan apachurrados. Según diría la muchachada con la que convivo a diario, ¿y como ahí qué?