Veinte años de miedo han seguido al 11 de septiembre de 2001. Las escenas difundidas entonces en el mundo cumplieron con la intención de quienes diseñaron el ataque: propagaron la sensación de que la violencia irracional podría convertir en víctima a cualquier persona en cualquier momento. Surgió una amenaza, aparentemente invisible, decidida a luchar derramando sangre de personas inocentes. Había surgido un fantasma escondido detrás de grupos religiosos decididos a jugar con el poder militar más importante del mundo. Conforme pasaban las horas y los días se le asignaron epítetos, coordenadas, rostros y se fue develando el horror de lo sucedido. Se declaró la guerra contra ese espectro difícil de definir, localizar y castigar. Las naciones occidentales con Estados Unidos a la cabeza y el mundo entero levantaron diques para tratar de contener la ola terrorista y castigar a los responsables. Una guerra como ninguna otra, no solamente por el desarrollo logístico y tecnológico que requirió enviar a los ejércitos a la caza de los grupos identificados como quienes actuaron esa mañana en el cielo de Nueva York, de Virginia y Washington, sino por su precio. El costo de cultivar la desconfianza, de ocultar intromisiones y levantar muros y barricadas físicas y virtuales, no se puede expresar sólo en dinero; ni siquiera puede reflejarse en números porque se trata del menoscabo de factores esenciales de la condición humana: la tranquilidad para vivir en libertad. Muchas de las medidas tomadas fueron una verdadera contrarrevolución silenciosa contra la dignidad personal.Desde hace veinte años los aeropuertos se han convertido en fortalezas, la tecnología enfocada a la seguridad se apropia de parte de nuestra identidad, las leyes justificaron todo tipo de intromisiones en la vida privada y se argumenta en favor del poder, más que de las personas. Comenzó una ola de medidas que han cambiado la vida en el mundo; se iniciaron operaciones militares que veinte años después han mostrado ser ineficaces para mejorar la vida de la mayoría en regiones tan apartadas como Afganistán. El poder oscuro del estado creció sistemáticamente en la misma medida que lo hacía el miedo. La integración global se enfocó a las mercancías dejando de lado las personas y el nacionalismo excluyente fortaleció sus raíces, que luego provocaron una cosecha política en Estados Unidos y Europa. La representación de la violencia no dejó de crecer y la exaltación de la guerra, las armas y el sometimiento humillante se convirtió no solamente en material narrativo de películas y juegos de video, sino que aún se trasmiten en vivo como rostro de ese espectro que lucha por quedarse.México ha sido una de las naciones más afectadas por las secuelas que siguieron al 11 de septiembre: la integración regional entró en pausa, se elevaron las voces del racismo y hubo que lidiar con mecanismos de seguridad para los cuales no estábamos preparados ni económica ni logísticamente. Veinte años después, aquí, la violencia se ha vuelto cotidiana y el miedo ha sentado en el campo y las ciudades. Y aunque no se trata del fantasma del terror que motivó los ataques del 11 de septiembre, el efecto es parecido: miedo, violencia y levantamiento de barreras. Y aquel fantasma terrorista aún se aparece como una amenaza compartida.Veinte años después merece la pena reflexionar sobre el costo real de esa guerra para trabajar en la colaboración entre las naciones para atacar la violencia que siembra el miedo y reduce libertades; y atrevernos por emprender el camino de la lucha por la dignidad de las personas. Las acciones militares contra los espectros son mucho menos eficaces que las acciones civiles en favor de la igualdad y la justicia para todos. El mejor homenaje que puede hacerse a las víctimas del terror en el mundo es trabajar para detener la ola de miedo y colocar al hombre como propósito final de las acciones que toman las autoridades en el mundo. México y Estados Unidos tenemos mucho que hacer en ese sentido. Para eso es necesario desmantelar los muros y barricadas que hemos construido para dividirnos, y aplicarnos en construir puentes que permitan la convivencia en paz y libertad.luisernestosalomon@gmail.com