Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Una monserga medieval

Por: Paty Blue

Una monserga medieval

Una monserga medieval

¿Vamos a medias?, inquiría con voz cantarina y entusiasta una urgida damisela. Sí, pero con Lorena, reponía otra con más seriedad y convicción, aceptando la sugerencia, pero imponiendo el expendio a donde deberían dirigirse para encontrar su mejor opción en calidad, duración y precio, que eran las condiciones para realizar una buena compra.

Así rezaba uno de los anuncios radiofónicos que más llegué a escuchar durante mis tiempos de adolescencia, refiriéndose a una popular bonetería ubicada en el centro de nuestra ciudad, a donde acudía el sector femenino para adquirir tan indispensables prendas, cuya omisión afectaba seriamente el arreglo personal y hasta podía convertirse en motivo para ganarse un despido laboral.

En lo particular, tal incitación comercial representaba la posibilidad de cuajar mi más dorado sueño juvenil de enfundarme en un par de esas cosas que publicitaban tanto, y no veía la hora en que se me impusiera el requisito de utilizarlas porque ello, junto con la venia familiar para calzar zapatos de tacón, marcaría mi glorioso ingreso a la vida adulta que tarde se me hacía alcanzar, aunque no tuviera muy clara conciencia de perseguir un derrotero más digno, o ya de perdis, menos frívolo. Pero era claro que los primeros pasos hacia tales y formales rumbos debía yo darlos con las extremidades insertas en unas lindas y brillantes medias de textura lisa, de preferencia en color tabaco, y taconeando por las aceras de nuestra hasta entonces calmada urbe.

De modo que, cuando junto con la secundaria abandoné el cotidiano uso de las infectas tobilleras con encajito en los ruedos, mi júbilo estalló cuando me enteré por las instrucciones para el uso de mi nuevo uniforme escolar, que era obligatorio usar medias para complementarlo, aunque la chispa menguó considerablemente en cuanto llegué al renglón que especificaba que no se permitía el uso de medias nylon, sino de aquellas de popotillo en color desabrido, como las que usaban las monjas y las viejitas, en el interior de unos horrendos choclos de cintas y suelas como de tractor.

Deshacerse de calcetas y calcetines era ya un avance, pero insuficiente para mis sueños de señoritinga en preparatoria, pero se acercaba más a esos afanes que, en cuanto me integré formalmente al gremio laboral, se me convirtió en una monserga medieval que no solo se engullía la mitad de mis exiguas quincenas en su frecuente reposición, sino que me desataba los más fieros entripados por su fragilidad a la hora de colocárselas y que soltaran algunos hilos al menor estirón, inutilizándolas aun antes de ser estrenadas.

Era momento, entonces, de recurrir a trucos insufribles, como mandarlas a remendar o la aplicación de esmalte de uñas para contener la corrida del hilo porque, para completar el infortunio, no se permitía todavía el uso generalizado del pantalón femenino para trabajar en una empresa que se presumiera de formal. Creo que desde entonces, por tal motivo y ochocientos más, comencé a envidiar a los varones y sus fáciles recursos para sobrellevar la vida personal, familiar, social y laboral.

Por fortuna, al uso asiduo de las medias les llegó la obsolescencia, lo que me permitió adoptar felizmente el regreso de los calcetines que tanto desprecié, en el interior de un calzado carente del insoportable tacón. Pero ahora regresó mi antiguo pesar, multiplicado por cuatro, cuando me han prescrito el conveniente uso de medias de compresión que son mucho más fuertes y duraderas… siempre que consiga ensartármelas sin tanto denuedo. Así que la monserga medieval continúa, ya qué.

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