Supe de una historia en donde ella tenía 15 años cuando un casamentero arregló su boda con un hombre mayor: rico, extranjero y teniente de la marina. Pero todo acabó en tragedia. Mientras bebía whisky con sus amigos, él se ufanaba de haber conseguido “una esposa bella y barata”. Al cerrar el negocio, el casamentero lo alentó con estas palabras: “Si usted cree falsos los contratos y la fidelidad, imagínese, ella se los toma muy en serio”. Y pensar que este juguetito será mi esposa, suspiraba el teniente. Y la comparaba con una mariposa a la que cruelmente le quiebra las alas para su placer. Ella, enamorada y crédula, fundía en una sonrisa la trama de sus penas porque ahora tenía un marido. Al cabo de un tiempo, el teniente la abandonó. Tres años más tarde, mientras ella aún esperaba ansiosa su regreso al lado de un hijo que él nunca conoció, apareció por fin… acompañado de su nueva esposa, originaria de su país. El padre ausente volvió sólo para llevarse a su hijo. Ella, despechada y desengañada, no soportó el dolor y se suicidó. Esta tragedia se ha repetido 12 mil 959 veces a lo largo de 119 años. Eso convierte a Madame Butterfly de Giacomo Puccini en la sexta ópera más representada en la historia. Tuve la suerte de verla en el Conjunto Santander de Artes Escénicas gracias a una producción de la UdeG bajo la dirección escénica de Luis Miguel Aguilar “El Mosco” (mañana es su última presentación, pero se agotaron los boletos). Como aficionado a la ópera sólo diré que me pareció a la altura de cualquier montaje de primer nivel, pero no es el tema de esta columna. Sin reducir esta pieza artística a un asunto de género, me interesa compartir una reflexión producto de la simple inquietud por hallar la novedad en una obra estrenada en 1904. A la luz de nuestra época, Madame Butterfly sería víctima de todos los delitos y agravantes de la violencia de género punible en estos días: trata de personas, abuso sexual infantil, violencia económica, machismo, abandono de hogar y de hijos, maltrato doméstico, violencia vicaria y hasta podría pasar por suicidio feminicida. El personaje encarna la visión patriarcal de lo que debe ser una mujer: objeto para el comercio carnal, apéndice del varón, madre abnegada y esposa fiel. Butterfly es el estereotipo de una mujer en 1904 y hoy sería inconcebible como personaje en un libreto, no así la realidad que enfrentó. Porque hoy como antes existe la trata de personas, el abuso sexual infantil, la violencia económica, el machismo, el abandono de hogar y de hijos, el maltrato doméstico, la violencia vicaria y el suicidio feminicida. Allí radica el valor de una obra de arte: cada época se refleja en ella de una manera distinta. Dialoga con cada generación según su sensibilidad y nos habla de nosotros mismos. Madame Butterfly está catalogada como uno de los grandes monumentos operísticos al dolor. Los críticos afirman que nadie que la vea sale impune sin derramar unas lágrimas.Al finalizar la función abordé a una chica de unos veinte años para preguntarle su opinión de la historia. Me interesaba saber su postura ante la protagonista. La respuesta de Paulina me sorprendió. Dijo que le gustó, pero le dieron risa algunas escenas; le pareció gracioso cómo una mujer podía perder de esa manera su autonomía ante un hombre. La risa cuestiona, descree y es una forma sutil de crítica. La gran tragedia de Puccini le pareció graciosa a una joven de 20 años a diferencia de una muchacha de su edad hace un siglo que probablemente se identificó con el drama. Esto sólo es posible gracias al arte. jonathan.lomeli@informador.com.mx