Sábado, 18 de Enero 2025

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Por: Augusto Chacón

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Un observador de la política, especialmente de la de Jalisco, y no sólo atento seguidor de la política: él mismo factor influyente en ella, algunos sexenios más que otros, pero no es de los que la mira para sacar provecho, como otros que en la vecindad de políticos obtienen ventajas, aunque sean nomás de índole egocéntrica, prestos a contar en corrillos lo que sólo ellos saben y a predecir lo que únicamente ellos pueden, por su cercanía con los encaramados en alguno de los rangos del poder. Pues bien, este buen observador de la política preguntó hace días: ¿quién ha sido el peor gobernador de Jalisco?

La condición más obvia alrededor de la pregunta es que Enrique Alfaro está por concluir el encargo que en 2018 le hicieron las y los electores. La reflexión implícita en la provocación era inevitable. Solemos evaluar por contraste, de personas, de circunstancias. Pensemos en los mejores gobernadores al alcance de la memoria y sin ánimo de entrar en debate, Prisciliano Sánchez, Ramón Corona, Agustín Yáñez, y de ellos pasemos a su circunstancia, y luego al revés: ellos, sus hechos y sus dichos, a merced de su circunstancia. Y en el otro polo ¿cuáles fueron los peores y de entre ellos, el peor? Pongamos un ejemplo: Guillermo Cosío, al que precisamente abismaron dos de las circunstancias en las que estuvo su gobierno y que no supo manejar; una entonces omnipresente, Carlos Salinas de Gortari; otra, el masivo derrame de hidrocarburos, cortesía de Pemex, en el drenaje de una zona de la Perla de Occidente, que terminó por explotar. El intentar responder la provocación, nadie mencionó a los “buenos” ni al “malo”, los nombro para ilustrar la reflexión que a cada cual produjo la pregunta; al cabo, quien lanzó el desafío no buscaba iniciar un recorrido por la historia del estado, el sarcasmo, porque era eso, venía con respuesta y no tardó en darla: el peor ha sido Hugo Luna.

Hugo Luna no gobernó, ni frente ni detrás del trono, lo sabe el que preguntó, lo sabe quien haya estado interesado en el gobierno de Enrique Alfaro y lo saben aquellos próximos a su carácter y a su temperamento: el control de su gobierno lo tuvo él; sus más cáusticos críticos no niegan su inteligencia, tampoco su perspicacia política ni su capacidad de trabajo. Según Daniel Cosío Villegas en El estilo personal de gobernar: “el temperamento es un dato biológico mientras que el carácter es moral”, por lo que valerse de ellos para analizar un gobierno supone conocimientos de psicología, incluso médicos, o haber convivido mucho con el estudiado, y tal vez ni así se llega al meollo de la personalidad, y añado: la insistencia en esos rasgos para explicar el hacer o no hacer, el decir o los silencios del poderoso podría ser pretexto para que quien evalúa exponga sus prejuicios. En sentido contrario, sigue Cosío Villegas, indagar en los hechos del gobernante, en sus declaraciones y escritos podría dar cuenta, más o menos, de la persona que al cabo configura un estilo personal de gobernar, como ese con el que Enrique Alfaro produjo asimismo algunas circunstancias únicas.

Una de ellas llamada Hugo Luna, sólo eso, una circunstancia moldeada por el gobernador, entre otras. La que creó con medios de comunicación, con directivos y periodistas. La que modeló para él, mero intercambio estadístico, en medio de circunstancias terribles: el fenómeno de las y los desaparecidos, el de las violencias, incluidas las letales, la impunidad. A lo que la realidad le gritó respondió tenazmente, lo indican los resultados de sus hechos, con sus modos, no para intentar resolver esos inmensos y brutales cuestionamientos del entorno, sino para que su carácter y su temperamento fueran la circunstancia suprema a la que esos hechos, y otros, debían adaptarse. Parafraseando a Ortega y Gasset: los hechos y la circunstancia pergeñada por el gobernador, si se pierde ésta, se pierden aquéllos.

Pero referimos hitos negativos, desaparecidos, violencias, relación con la alguna opinión pública, impunidad. En la misma línea de reflexión, Enrique Alfaro modeló para bien otras circunstancias, a contracorriente de las que prevalecían gracias a un gobierno de la República centralista y autoritario. Restricciones en el presupuesto: el gobernador se propuso poner a Jalisco al día en infraestructura. Extinción del Seguro Popular a cambio de ofrecer nada a las personas que no contaban con seguridad social, dejar de comprar y surtir medicinas, por ejemplo, para los niños con cáncer: el gobernador atendió de manera diferenciada la crisis que generó la pandemia, creó el aún incipiente sistema estatal de salud, mercó y distribuyó medicamentos. Y así con la educación, sin llegar a un modelo convincente y apropiado para cada región, su mensaje fue: Jalisco no plegará su educación a concepciones que prescinden de la consulta y el consenso (con todo y que la que presume su gobierno en un descuido podría tomar el rumbo del pensamiento único).

Para acabar la discusión sobre el valor de un gobierno, de los gobiernos, suele expresarse: la Historia lo juzgará, a muchos les habría encantado haber llegado al banquillo de los “acusados”, fuera cual fuera el dictamen; la verdad es que a la mayoría la Historia ni siquiera los consideró susceptibles de enjuiciamiento, por anodinos. ¿Qué dirá la solemne señora sobre el de Enrique Alfaro? Cambiemos la pregunta: si acaso ¿qué será lo que va a valorar, sus hechos o su carácter y su temperamento? Una propuesta de adelanto: lo bueno que hizo, no poco, y también lo que no le salió o salió mal, no se explicarán sin considerar que él es él. Mientras, una duda actual: cuánto de lo fallido se debió a su temperamento y a su carácter, los que se empeñó en superponer a los sucesos y a la estimación de las otras circunstancias, en las que objetivamente permanecen las y los gobernados por él.

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