Si algo caracteriza esta feria nuestra ante los invitados del resto del planeta, si algo repiten muchos escritores, editores, periodistas y académicos cuando se les pregunta cómo les ha ido aquí, es que el público de la FIL es generoso hasta extremos heroicos. Pide autógrafos, solicita fotografías, aplaude las intervenciones de cualquiera que no lo mate de tedio y ríe las gracejadas de todo mundo. Es un público curioso y voraz que varias veces, a lo largo del día, desborda las mesas de charla y las presentaciones de libros (algunas, claro, no convocan más que a las moscas que no dejan de rondar al autor del libro, pero no es lo común). Sin embargo, esta generosidad extendida y perpetua, que se traduce en millones de pesos de venta de libros (esos miles y miles de libros que los escépticos dicen que la gente compra pero no lee, porque les parece elegante sentirse más que los otros), tiene sus excepciones.Existe, cómo no, el espectador sabelotodo, el que entra a una mesa con la nariz apuntando al cielo y una mirada de condescendencia inocultable. Y que pone una mueca de irritación cada que abre la boca alguien que no es él (a quien, desde luego, nadie ha invitado a impartir una charla). Y que, de repente, es capaz de interrumpir a grito pelado la sesión para exigir el micrófono. Ayer vi uno de ellos. En una sesión en la que se hablaba del “binomio entre ciencia y cine”, es decir, del resultado de las cooperaciones y uniones entre una y otro, alguien levantó la mano para pedirle a los ponentes que hablaran, mejor, del teorema del binomio matemático. Hubo algunas risas. Por suerte había científicos presentes, que hicieron las aclaraciones de rigor. Eso no impidió que la persona espontánea, afuera de la sesión, se lamentara: “No dijeron nada del binomio”. Total: cada quien habla del binomio, y de la feria, como le haya ido.