La biografía novelada de María Antonieta, escrita en 1932 por Stefan Zweig, la leía mi madre por las noches, cosa que disfrutábamos por las mañanas cuando nos comentaba su lectura en el desayuno: es en la desgracia donde más sentimos lo que somos, como en los últimos días de su vida, cuando María Antonieta llegó a vivir una tragedia tan grande como su destino, como nos decía de esta reina.Han quedado libres los derechos de las obras de Zweig y los editores van a publicar algunas de esas biografías que tuvieron tanto éxito en el siglo XX: María Antonieta (1932), Fouche, el genio tenebroso (1929), Americo Vespucio, la historia de un error histórico (1931), María Estuardo (1934), Erasmo de Rotterdam (1934) y Balzac, la novela de una vida (1920).Un día nos dijo mi madre que en la otra vida le gustaría encontrarse con María Antonieta para consolarla y compartir sus penas, sobre todo, porque el destino “la arrojó de una residencia imperial a un miserable calabozo; de un trono real a un patíbulo; de una dorada carroza encristalada a la carreta del verdugo; del lujo a la indigencia; de la simpatía universal al odio y desde el triunfo a la calumnia”.Conocemos varias personas que han pasado por este tipo de soponcios y se han quedado con nada. Cuando leemos, lo que más nos interesa tiene que ver con nosotros, sobre todo, si nos proyectamos y establecemos paralelismos. Ahora puedo entender por qué le pudo haber gustado esta biografía a mi madre. Seguramente se vio reflejada en esa parte de la historia de María Antonieta cuando, después de haber tenido todo, se queda sin nada. Toda proporción guardada, mi madre había tenido una infancia y una juventud plenas, no tanto como si estuviera en Versalles, pero sí, en una casa espléndida en Guadalajara, Villa Guillermina, que estaba en la Avenida Libertad y Mi Pullman, su town-house en Chapala, hasta que un día el abuelo perdió todo: las dos casas hipotecadas que no pudo pagar y después de veinte años de apogeo, vino el caos y la separación: él se fue a vivir a la Ciudad de México y mi madre con la abuela Cova se fueron a vivir al Hotel Nido de Chapala. Por eso decía que había dos palabras que no podía oír nunca: hipoteca y pujar. La primera, ya sabemos por qué y, la segunda, porque seguramente no le gustó nada eso de pujar a la hora de parir a sus tres hijos.Cuando mi padre le avisaba que se iba a jugar dominó con sus amigos al Country, ella se quedaba feliz de la vida, lista para meterse a la cama y seguir leyendo la vida de esta reina consorte que había llegado a Versalles en 1769 a los catorce años de edad para casarse con el nieto de Luis XV, un año mayor que ella. Seguramente estos dos chiquillos sólo se hicieron cosquillas y jugaron a los almohadazos en su noche de bodas. Tuvo cuatro hijos y un amante en uno de esos romances que eran parte de la vida. Su madre, María Teresa I de Austria, la escogió para que fuera la reina consorte de Francia y de esa manera pudiera lograr la paz entre Habsburgos y Borbones. Veinte años después, en 1789, “la loba de Austria” fue perseguida y condenada a muerte.María Antonieta sacó la casta en los últimos años de su vida que terminó el 16 de octubre de 1793, cuando la carreta del verdugo se detuvo frente al patíbulo en la Plaza de la Concordia. Serena subió sin ayuda “las escaleras del cadalso, como lo había hecho por las escalinatas de mármol de Versalles”, volteó a ver el cielo, se arrodilló y, por un instante, alcanzó a escuchar la cuchilla que caía por su propio peso para que ella perdiera la cabeza y pasara, de golpe y porrazo, a la negra nada y al silencio absoluto.malba99@yahoo.com