Hace treinta y dos años que vivimos en Tlalpan Centro, al sur de la Ciudad de México, lejos del mundanal ruido, rodeados de árboles y de un silencio que hemos agradecido hasta que hace poco se interrumpe por el zumbido de los aviones en la nueva ruta para aterrizar.Hace años que salgo a caminar por el barrio y lo hago por los 1.2 kilómetros de perímetro de una de las manzanas cercana a la casa. Le doy tres vueltas en más o menos una media hora y listo.Aprovecho para observar la vida del barrio: en ocasiones me llama la atención una planta o flor que, a pesar de las condiciones en las que se encuentra, sobrevive, tal como lo pueden hacer los seres vivos de la naturaleza. Con cierta empatía las fotografío y coloco en Instagram como #lafuerzadelanaturaleza.Además de ese salir a caminar, hay días en los que me toca sacar a Luna (French poodle mini toy), tal como otros vecinos salen con sus mascotas bolsa en mano para las heces, entonces, la veo cómo goza olfateando su territorio que marca a su antojo, feliz de la vida.Paso de lado por una miscelánea con sus cajas de refrescos en la puerta que apenas podemos entrar. El letrero de Melate me dispara la ilusión de ganar ciento veinte millones de pesos -aunque nunca compro boleto porque sé que matemáticamente es casi imposible, pero, como dice un amigo: “alguien se lo saca, ¿o no?”-, de tal manera que en la siguiente media vuelta lo reparto entre la familia como si fuera uno de los reyes magos, hasta que las campanadas que anuncian la llegada del camión de la basura, me hacen regresar a la realidad.Hay dos que tres fondas, una de ellas manejada por una pareja de chefs que preparan un sencillo pero delicioso menú que descubrimos durante el confinamiento. También está la cafetería Congreso, donde un joven barista -estudiante de física de la UNAM-, la ha convertido en un oasis del café: una barra y dos mesitas al aire libre con el mejor café que sirven de manera impecable.No puede faltar la cochera con una mesita con chunches y ropa que cuelgan felices de imaginar que van a vender todo sin considerar que pasa poca gente, aunque, no por eso, se amaina su entusiasmo.A veces me cruzo con un chaparrito y forzudo pregonero que empuja su carrito comprando (eso dice) “fierro viejo” a todo lo que da con su voz de barítono y, a la hora de la merienda, pasa en su bicicleta el de los tamales “oaxaquenios” calientitos y muy sabrosos.Veo algunas fachadas: un muro azul pastel que contrasta con una fronda verde con todo y sus pájaros cantarines. En otra, una niña ha colocado su muñequita en el quicio de la ventana, como si cuidara su casa de los malosos.Sentada como reina en el quicio de una ventana en el callejón Ximilpa (“mazorcas de maíz”) vi a una gatita blanca bellísima. Meses después, le pregunté al taxista que vive allí qué había pasado con ella. Resulta que la gatita era de su hermano que la había traído mientras estuvo convaleciente en esa casa. Cuando murió, se la llevaron como si fuera su alma.Por el Callejón Xocotla (Xocotl, frutas; Tlan, abundancia) oigo a veces las sierras en el taller de Damián Ortega, cuando preparan alguna de sus piezas que luego expone por el mundo mundial. Antes del taller está la fachada de una casita en donde su dueño pone y quita objetos: plantas y flores, como el día de muertos, las cempasúchil; piedras, lámparas, trípticos y no sabe qué más poner o quitar todos los días como si fuera un “performance” cotidiano. Tiene una banca de fierro en donde “la puede usar cuando quiera”, como me dice cuando paso por ahí.“Siempre hay algo que ver”, como dice el poeta y como sucede todos los días en este pasear solitario por el barrio.