Martes, 26 de Noviembre 2024

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Recuerdos de una rockola

Por: José Luis Cuellar de Dios

Recuerdos de una rockola

Recuerdos de una rockola

…Primera parte

Llevo honda y claramente grabado en mi memoria el recuerdo de aquel camión-mudanza de un desteñido y sucio color que alguna vez fue gris en el que sentado junto a mi padre nos mudábamos de una casa ubicada en la calle Pedro Loza, cerca muy cerca de Catedral donde por cierto fui bautizado -más tapatío no se puede ser- al entonces pequeño, artesanal y pintoresco pueblito de San Pedro Tlaquepaque, que por cierto estaba comunicado con la capital tapatía a través de un camino, en tramos de terracería, en otros de empedrado. En ese entonces, yo había cumplido cinco años. Por cierto, sigo ignorando en que se trasladaron mi madre y mis dos hermanas, ya que cuando mi padre y yo finalmente llegamos a nuestro destino ellas ya estaban esperándonos, por cierto prudentemente, en la banqueta de la casa marcada con el número 111 de la calle Reforma (Paseo de la Reforma contestaba a la pregunta de dónde vivía, por aquello del bullying).

Excepto tres o cuatro familias pudientes, los demás habitantes caminábamos con la distintiva etiqueta de jodidos a muy jodidos.

Su majestad la casualidad quiso que Reforma 111 estuviera casi, casi colindante con el único cine que había en el pueblo y para rematar a una corta “cuadra” del Parían, la mayor cantina del mundo, lugar en que sin rimbombantes recetas de cocina y bebidas se comía la mejor birria de chivo, las mejores tortas de lomo y se bebía el invento de las espumosas y vastas cervezas de barril bautizadas con el sugerente nombre de “chavelas”.

Al margen de este par de anécdotas, pronto me di cuenta que aquel discreto pueblito tomaba, calle por calle, casa por casa, taller por taller forma artística. Familias enteras, maestras sin cátedras pero portadoras innatas de una enorme sensibilidad fabricaban artesanías con un alto valor estético llenas de un cúmulo de perfecciones. Talleres que por supuesto estaban a corta distancia del Parían y del cine.

Frente al cine se ubicaba un local que operaba, durante el día, como “la nevería”, se vendían refrescos, lonches y algo así como “despensas” como por arte de brujería de los muchos brujos que daban “consultas” la “nevería” cambiaba de giro a partir de las ocho de la noche se convertía en lugar de reunión para adultos y aparecían, chicas sugerentemente vestidas y originalmente maquilladas. Huelga decir que casi simultáneamente el local se llenaba de artesanos que ya terminada su cotidiana creación artística haciendo honor a su sensibilidad depositaban los veinte centavos que hacían operar una “rockola” cuyos discos contenían todos temas musicales de moda que habían sido cuidadosamente seleccionados que cuidadosamente, inspiradamente elegidos.

La “rockola” dejaba de funcionar por allá de las doce a la una de la madrugada, casi, casi, al mismo tiempo que yo terminaba de estudiar cuando ya cursaba la carrera de Ingeniería Civil en la UdeG (me pongo de pie).

Como de joven no se usa la palabra desvelado, con emoción recorría a pie, el trayecto, calle Reforma111 a la escuela de ingeniería, distancia, quizás de 2 o 2.5 kilómetros, en dicho tramo solo aparecían las instalaciones de un salón nocturno llamado “los cantaritos”, un obrador que despedía un peculiar olor a puerco y el club deportivo ATLAS, de nuevo me pongo de pie, (y todavía me preguntan porque le voy al ATLAS, ahora que si mi padre nos hubiera llevado a vivir al Country le iría… al ATLAS)… Continuará.

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