Se ha repetido hasta el cansancio. La ciudad sufre un grave demérito gracias a la contaminación visual. No es ningún juego de exquisitos, es una realidad: la fealdad es equiparable, desde la antigüedad, a la maldad. Una pared fea resuma mezquindad, decadencia, enajenación.El sistema que han adoptado los múltiples cableros, de instalar aparentemente un cable por cada usuario, es costosísimo en fealdad, en maldad. Casi todas las calles tienen el cielo y la luz opacados por los manojos de cables que se instalan sin ton ni son. ¿Alguien sabe cuánto les cobra a los cableros la CFE o Telmex por utilizar sus postes como soporte? ¿Será necesario que el dato se obtenga por transparencia? ¿Tendrá algún caso pelear otra batalla perdida?El colmo es que, además, los cableros optaron por convertir el cielo tapatío en ¡bodega! Así, proliferan los colguijes de cables enrollados como si fueran nidos de animales inmundos puestos en la frente de cada perspectiva. Los árboles urbanos sufren grandemente con esta plaga: ¿quién le pone límites a estos abusos? Está claro que al común de la gente le interesa más ver la televisión que conservar su entorno urbano de manera civilizada. Pero es obvio que ya se nos olvidó hasta qué es la dignidad de la ciudad.Un pequeño fresno trata con mucho cuidado de prosperar entre la red inmunda que le impide crecer y que de esta manera anula un recurso indispensable contra la contaminación ambiental. ¿Quién es el responsable de esta situación? ¿Qué podemos esperar ante la anarquía y el disimulo de la autoridad para controlar algo tan valioso como el paisaje urbano?En fin, alguien debería decir algo: el Imeplan, la Procuraduría de Desarrollo Urbano, los Ayuntamientos. Las Academias y los colegios; las escuelas de arquitectura y todo ciudadano consciente de que la bondad y la belleza son absolutamente indispensables.Ya se verá si este cáncer cablero pudiera tener algún remedio.jpalomar@informador.com.mx