Dícese de aquel que revela información clave y de acceso difícil, que casi siempre trata acerca de actividades prohibidas, ilegales o ilícitas. Por eso el informante desempeña un papel vital en las agencias de combate a la corrupción, en las corporaciones policiacas, en las agencias gubernamentales y en los órganos de control democrático. De ahí su atractivo especial.Puede dividirse en dos grandes categorías: aquel que está insertado en una organización estatal o gubernamental, en una entidad específica (legal o ilegal), como los policías y los agentes encubiertos; y aquel que, miembro de un grupo delincuencial o que comete actos ilegales, decide trabajar para el Estado o el Gobierno.El informante debe ser fidedigno. Pero ¿es siempre así? Es posible que mienta y diga falsedades, o que diga cosas simplemente equivocadas, sin intención alguna de mentir o de entorpecer la investigación. Por consiguiente, la pregunta es cómo juzgar a priori la calidad de la información revelada. También está el asunto no menor de ganarse la confianza del informante. ¿Cómo se logra esto? En todo esto nunca se tienen garantías suficientes: hay informantes buenos y malos, información clave y falsa, superficial y distractora. A fin de cuentas, lo crucial es el vínculo y la confianza construida entre el informante y la organización que lo recluta.Trabajar como informante implica siempre un riesgo: daños morales o físicos. En la cultura occidental, hay un dogma que dicta que no hay nada peor que un chismoso, un chivato, una rata. Tanto en las organizaciones legales como ilegales, el traidor (o sea, el informante) es siempre el Otro, el indeseable, el inmoral, el indigno. El precio por quebrar la omertà, la ley del silencio, es el ostracismo o la persecución activa, política o de otra índole; a veces se paga incluso con la vida. Así, pues, ¿qué motiva al informante?A veces recibe inmunidad o una reducción de su condena, a veces recibe dinero o la simple satisfacción de cumplir el deber. También hay informantes motivados por el egoísmo y la conveniencia propia. Sin embargo, la mayoría de las veces informar es una obligación moral y un deber cívico-político. Lo que revele un informante puede ayudar a combatir la corrupción, la delincuencia y el crimen; puede ser decisivo para derribar una organización criminal, capturar a un delincuente de primer rango o desmantelar una red de corrupción. El ejercicio democrático del Gobierno requiere información pública, veraz, oportuna. Como sabemos, el poder, sobre todo el poder autoritario, es amante del secreto, la discrecionalidad y la opacidad. Por decirlo de otro modo, hay una alianza inextricable entre verdad y libertad. El informante puede, por tanto, fomentar la construcción de una sociedad más crítica, plural y libre, más justa, liberal y democrática.Ya lo dijo Francis Bacon: “knowledge is power”. Sólo el poder democrático puede contrarrestar al poder autoritario, al poder salvaje de los imperios financieros, de los cárteles de la droga, de las camarillas políticas, de las organizaciones voraces. El informante —y el denunciante— son actores clave para ponerle coto a estos poderes. Y son imprescindibles para la cultura de la libertad.Esta entrada, y muchas otras, como “opacidad”, “poder” o “nepotismo”, la podrá usted consultar en el muy sintético y riguroso Diccionario prointegridad, coordinado por Roberto Arias, Uriel Nuño y Vicente Viveros y recién publicado por El Colegio de Jalisco, la Universidad de Guadalajara, el CPS Jalisco y el ITEI. Agradezco a los coordinadores y a Ricardo de Alba la invitación para escribir en esta obra de gran utilidad no sólo para científicos sociales, funcionarios públicos y juristas, sino también para todo ciudadano preocupado por lo público y comprometido con la crítica.