Lunes, 10 de Marzo 2025

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“Pásame el deste”. Las palabras importan

Por: María Palomar

“Pásame el deste”. Las palabras importan

“Pásame el deste”. Las palabras importan

No saber nombrar las cosas es resultado de la flojera y la ignorancia, pero además es muy peligroso. Porque va junto con no entender lo que se dice, y todavía menos lo que se escribe, aunque sean las instrucciones básicas para el uso de un aparato, para tomar una medicina, para comprender desde un cuenta infantil hasta un contrato y miles de cosas más. Los resultados se ven todos los días. 

Si el idioma es manejado en el ámbito público, por ejemplo, por un simio anaranjado y avieso al que se le dificultan las palabras de más de dos sílabas, o por un tartajoso ignorante y acomplejado, lo que regurgitan suele tener la delicadeza de una retroexcavadora. Su vocabulario de cerca de trescientas palabras no les alcanza, por más que quieran, para ningún matiz, para ninguna congruencia, y eso significa que su cerebrito consiste en una primitiva y enfadosa película en irremediable blanco y negro, producida y protagonizada por sus tripas. Son un peligro atroz y real. Y además son tan burdos que resultan ofensivos hasta las raras veces que no quieren serlo, simplemente porque no dan para más. Y el respetable, que anda por el estilo, encantado de tragar ruedas de molino.

De vez en cuando, Gabriel Zaid escribe artículos magníficos que se ocupan directamente de la lengua y el léxico (y además está su libro Mil palabras, publicado en 2018 por Debate), no sólo por curiosidad personal (que también), sino intentando el salvamento de la herramienta más valiosa del género humano, donde reside ni más ni menos que su posibilidad de redención.    

Todo corre peligro cuando se pierde la capacidad de poner orden en el mundo, lo cual sólo puede hacerse nombrándolo con la mayor precisión posible. Para eso hay que saber discernir y discriminar (sí: discriminar), establecer categorías, registros y niveles de lenguaje, manejar los matices y las alusiones; también poder jugar con el idioma y hasta inventarlo. Pero eso es algo que resulta muy cuesta arriba, por no decir imposible, sin educación ni lecturas.

Si ya de por sí el vocabulario cotidiano de la gran mayoría de la gente es tan limitado, cuando todo empeora de manera acelerada, como ocurre hoy, hasta ciertos supuestos adelantos se conjuran contra las palabras: horroriza pensar que la gama de emociones que alguien es capaz de formular se reduzca al repertorio de “emojis” de su teléfono. Y qué decir de artilugios como los que pretenden ser capaces de traducir de un idioma a otro: el día que las potencias confíen en ellos para sus negociaciones, sin duda llegará la guerra nuclear. El mundo, su historia y la vida colectiva y personal, en voz de los analfabetos funcionales que dominan cada vez más el foro político y los medios de comunicación, no pasan de ser, como dice Shakespeare, “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”.  

Y mientras, ahí vamos para los noventa mil muertos (oficiales) de la pandemia en México.

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