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Morir para dormir; no más

Por: Martín Casillas de Alba

Morir para dormir; no más

Morir para dormir; no más

El pasado 11 de febrero el Congreso de España dio con un amplio apoyo luz verde para implementar la Ley de eutanasia de tal manera que, a partir de junio, se despenaliza el derecho a la muerte asistida, esa que puede ser sin dolor, ni molestia, ni sufrimiento físico, en donde “el sufrimiento no tiene ideología”, como argumentaba la Ministra de Salud Pública quien consiguió, por fin, que la eutanasia fuese “un derecho incorporado a la sanidad”.

Después de haber leído Gratitud de Oliver Sacks y otras circunstancias, empecé a darle de vueltas a lo relacionado con el derecho a una muerte digna, un tema que asocio con lo que pensaba Hamlet en su monólogo (Hamlet, 3.3.), cuando no sabía qué era más conveniente si “seguir sufriendo los golpes y los dardos de la atroz fortuna” o To die: to sleep; No more; “morir para dormir; no más”, en la versión de Tomás Segovia.

Conozco varios casos que, después de una larga lucha contra el cáncer o una enfermedad del alma, llega un momento en que ya no pueden más, incapacitados para “levantarse en armas contra el mar de calamidades y haciéndoles frente acabar con ellas”. Por eso, desean una muerte asistida, un derecho del hombre cuando el sufrimiento o la vejez es intolerable y no tiene remedio.

Hace años estuve en un asilo de ancianos en Cuernavaca: no pude respirar nada más de verlos: babeaban, olían a orines y no sabían ni dónde estaban ni quiénes eran, como Malone en la trilogía de Beckett, en donde “no podemos distinguir entre los hombres y los objetos, ni entre lo subjetivo y lo externo, todo es un universo en donde no hay salvación: sólo la desesperación cósmica, el horror frente a la existencia y la imposibilidad de superar la soledad”, entonces, lo que leemos son pensamientos e imágenes confusas convertidas en palabras, sin esperanza alguna, en donde la realidad se escapa de las manos: “pronto -dice Malone- a pesar de todo, estaré por fin completamente muerto”.

Lo que había en el asilo eran unos cadáveres balbuceantes que me dejaron helado, evitando, a como diera lugar, verme en ese espejo. Pensé en el alivio que podría significar decidir mejor irse de este mundo, cuando ya no tiene ningún sentido seguir aparentando “estar vivo” como maceta.

“¡Y pensar que con un sueño damos fin a los pesares del corazón y a los mil conflictos que constituyen la herencia de la carne!” -como pensaba el príncipe de Dinamarca en esa posibilidad que tanto trabajo nos cuesta aceptar por tener una cultura judeocristiana que prohíbe pensar y desear eso y, mucho menos, actuarlo.

Tenemos el derecho, sobre todo, cuando la persona está agotada por la enfermedad o por los pesares del corazón y los mil conflictos del alma y sigue con los dardos clavados en el pecho o ha llegado a una senectud atosigada, entonces, “¡morir, dormir, tal vez soñar! Sí, pero ese es el problema porque es forzoso que me detenga un momento a considerar cuáles son los sueños que pueden sobrevivir con la muerte, cuando finalmente nos hayamos librado del torbellino de la vida” -tal como pensaba Hamlet.

Pero, si sabemos que esos sueños son la nada, la negra negritud y el más absoluto de los silencios, “la muerte, como la forma final de rasgar la oscuridad y de perforar esa otra negrura”, como sugiere Beckett, entonces, no tenemos por qué seguir aguantando “los azotes y escarnios de los tiempos”.

España acaba de aceptar la eutanasia como en otros países de Europa que ya la practican desde hace tiempo, permitiendo la muerte asistida como un derecho universal del hombre.

“Así la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes por ser esta empresa una de mayor aliento e importancia”, dice Hamlet al final, antes de encontrarse con Ofelia y exclamar excitado, como si volviera a la vida: “¡Calla! que ahí viene la hermosa Ofelia. Ninfa, en tus oraciones recuerda todos mis pecados”.

(malba99@yahoo.com)
 

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