Tengo el enorme privilegio de vivir en un lugar en donde el silencio es predominante, cuando recién me mudé a -su humilde casa-le juro querido lector que el estruendo del silencio me abrumaba. En más de alguna ocasión me levanté de la cama, en mitad de la noche, asustada pensando en que algo pasaba porque no se oía nada, no pasaba nadie y sólo gallos y puercos (sí, puercos) chillaban a horas muy extrañas. Acostumbrada al madrugador silbido del transporte público, el escalofriante claxon de los coches, a la pavloviana campana del camión de la basura, o a todo lo que significa el ruido de ciudad, cuando llegué a vivir a la periferia de la misma no sabía que la sensación de vivir “como en el campo” podía prolongarse por tiempo indefinido y como todo, esto trajo ventajas y desventajas. Aquí un ejemplo de mi ambivalente vivencia.Todo comenzó un domingo en mi callado barrio en el que a mi vecino se le ocurrió alrededor de la una de la “madrugada” poner música con ganas o de que todos cantáramos a coro o de no escucharse a sí mismo. Aquel domingo era de asueto y pensé: qué tanto daño puede hacerme que si bien mañana no tengo que madrugar este hombre se arranque cantando tal o cual repertorio musical. El repertorio musical debo decir, no era tan variado pero sí con un mensaje muy claro y como salido de una buena cantina y hasta aquí, ninguna queja al respecto. Si me hubieran dicho que hacía unas horas su mujer lo había dejado con una historia trágica, lo hubiera creído fácilmente. Entre José Alfredo Jiménez, Juan Gabriel, Joan Sebastian y Valentín Elizalde transcurrió aquella velada en la que concluí: a mi pobre vecino le rompieron el corazón en mil pedazos y por mí que cante todo lo que tenga que cantar.Llegó el siguiente y luego el siguiente y luego el siguiente domingo y la música no se hizo esperar, se sumaron varios cantantes y se agregaron a la lista enormes títulos del género “me voy a morir de amor, sírvame otra cantinero” y siempre mi pobre vecino cantando en silencio -como yo- y siempre yo ya con ganas de bajarme nomás acompañarlo o mandarle un “six” y sin saber su teléfono o el número de casa exacto para irle a tocar y decirle, mira, te faltan estas en la lista. Con el tiempo fui haciendo ciertas conclusiones conforme los domingos fueron pasando y la música siguió sonando: a mi vecino no le gusta el reggaetón y que bueno porque esta sería otra historia, mi vecino no madruga (evidentemente) los lunes, mi vecino es atlista seguro porque el día de aquella mítica primera final de hace algunos meses no hubo música ni lamentos, a mi vecino también le gusta el norteño pero no la banda, mi vecino no hace fiestas -a lo sumo estará con un par de amigos quizá jugando cartas o dominó- pero no se le escucha en compañía, mi vecino es quizá un enfermo melancólico que no ha podido dar carpetazo desde aquel día en que le rompieron el corazón. Pobre de mi vecino, no ha podido pasar de su “Albur de amor” ni de sus “Tragos de amargo licor”. Mi vecino quizá y tratando de encontrarle otro pie al gato, también es nuevo en el barrio y quizá solo le gusta como reverbera su música, la música con la que mucha gente de este país se identifica. Lo que más me llama la atención es que nadie en mi condominio se ha quejado del escándalo (porque sí es un escándalo) lo que cada semana se organiza ahí abajo. Yo a mi vecino le agradezco que los domingos mi barrio suene a cantina, la vorágine de mi vida me ha alejado de la vida nocturna y de la camaradería con los amigos. Afortunadamente estoy lejos de tomarme personal el género descrito arriba y aunque sé que la melancolía es una cárcel (léase cuantas veces caiga uno en ella), es sabrosa, como cualquier cosa morbosa. Pero lo que más le agradezco a mi vecino son sus ganas de cantar como costumbre y desde entonces, una vez por semana escojo yo también una buena lista que me relaje y me ponga a eso, a cantar para olvidar, para recordar, para reír, para llorar o sólo para vivir. Gracias vecino, qué gusto que sea domingo.argeliagf@informador.com.mx • @argelinapanyvina