Con diez meses de anticipación, porque así de sensatos y previsores son los administradores de nuestro glorioso sistema de seguridad social, me fue fijada la fecha para acudir a la consulta de un especializado facultativo en conflictos del corazón, y no precisamente por andar, como cantaba José Alfredo, enamorada a mis años, sino porque al parecer, como a su vez alardea melódicamente otro cantautor, a mí también me sobra mucho, pero mucho corazón.Para efecto de la citada aunque distante visita al calificado profesional de la salud, debía previamente someterme a varios exámenes de laboratorio y a un ecocardiograma bajo los efectos de cierto estupefaciente que me dejó más turulata de lo habitual, que ya es decir mucho. Así que con la oportunidad requerida, tres días antes de reencontrarme con quien me prescribió el alienante operativo, me presenté al procedimiento habiendo acatado al dedillo las condiciones impuestas para practicármelo: ayuno de doce horas, supresión de algunos medicamentos desde varios días antes, sin ponerme aretes, reloj o joyas diversas, cargando un litro de alguna bebida sana, bien bañada pero sin haberme aplicado crema o loción en el cuerpo, portando ropa holgada y acompañada de un propio, sólo por si las moscas.Al llegar al lugar atestado de dolientes varios, fui turnada a un recinto donde me realizaron un ecocardiograma simple, (el más rápido del oeste) y una solícita enfermera me tomó la presión y me instó a enfrentarme con su sistema de pesos y medidas en donde, no sin pena encaré el veredicto de que la edad me ha añadido un número de kilos exactamente proporcional a la cantidad de centímetros que me ha restado a la estatura, pero no era momento de sobarse la vanidad ofendida ni de lamentar la reducción de tamaños, sino de ir a tomar un lugar para esperar que el médico requiriese mi presencia para valorar mi condición.Así, transcurrieron el par de horas más ociosas de mi existencia, porque no me previne con algún material de lectura, ni soy de las que matan la espera tallando la pantalla del celular, pero cuando juzgué que había pasado un tiempo más que prudente para ser llamada, con tacto extremo inquirí a la recepcionista sobre un estimado del lapso que debía seguir esperando. De prevenir su reacción, más me habría valido no haberlo hecho, porque con gesto de evidente disgusto me hizo saber que en tres ocasiones había gritado mi nombre y no acudí a su solicitud de presentarme.Por una desafortunada coincidencia, apareció el galeno quien también me reclamó, con cara de pocas y escogidas pulgas, haber desoído su propio llamado. “Yo mismo le hablé y no se presentó, por lo que perdió su turno y ya nada puedo hacer; no sé si quiera esperar, a ver si puedo atenderla cuando termine, pero no se lo garantizo porque debo atender a un paciente en piso y a una emergencia que acaba de presentarse”.Vanos e inútiles fueron mis argumentos para asegurarle que, como la Martina, ahí me estuve sentada y sin moverme ni para desentumirme, pero que en aquel “supermercado del dolor”, como llama Rubén Blades a los semáforos que congregan a mendigos y necesitados, no escuché mi nombre, por lo que aprovechó para hacerme, en el peor de sus tonos, la sarcástica recomendación de que me hiciera revisar el sistema auditivo porque, evidentemente, lo traía severamente atrofiado.La bilirrubina me llegó a cien, pero no me restó más que pactar una nueva cita, para junio de 2019, a ver si llego. En verdad, mucho tengo que agradecer al IMSS en donde he sido muy bien atendida, pero también lamento que algunos profesionales ofendan con su prepotencia la dignidad de quienes costeamos su sueldo con nuestro trabajo.