Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Me dieron la cara

Por: Paty Blue

Me dieron la cara

Me dieron la cara

Y no pudieron encontrarse con una imagen más fatídica y amargosa que la de una viejita greñuda, desmaquillada y con sus pocas y escogidas pulgas más alborotadas que fiesta con banda destemplada.

Todo comenzó cuando cometí la juvenil imprudencia de salir de prisa al supermercado sin haber desayunado, cuando la añosa experiencia me ha advertido cientos de veces que ésa es una de las peores prácticas que puede una adoptar porque, a más tardar en media hora de observar la vistosa oferta comestible que estos expendios erigen para atraer a la clientela, las papilas gustativas empiezan a enardecerse acuciadas por la lombriz estomacal que comienza a exigir lo suyo, sobre todo si su domadora le aplicó el ayuno desde la noche anterior.

Nada habría pasado a mayores si hubiera yo ingresado al supermercadote por el departamento de jardinería o me hubiera atorado observando las ofertas de llantas o cristalería, pero como mis intereses generalmente radican en la mercadería que disponen en el fondo del local, derechito fui a dar a la sección de embutidos y carnes frías, con el doble propósito de adquirir algunas modestas butifarras para llevar a casa, y probar otras tantas para aplacarme el hambre que ya se manifestaba con impúdicos rugidos.

Contando con que más me tardaría enunciando mis pretensiones, que la despachadora en interrumpir mi requerimiento y enmendarme la petición sustituyéndola por la marca que ostentaba en el mandil, me preparé a defenderme del avasallamiento comercial; nomás faltaba que acabara yo cediendo a sus insinuaciones mercadotécnicas y renunciando a mis preferencias con tal de abultarle la comisión. A diferencia de las numerosas ocasiones en que caí en las envolturas verbales por todos tan conocidas y acabé embodegándome los infames productos con los que me sonsacaron, esta vez me armé de valor para rechazar las sugerencias ajenas e imponer mis propias elecciones.

Y lo hubiera conseguido, a no ser porque la astuta promotora me dio a probar un jamón que me sedujo al primer chupete, y además cumplía con todos los moños que le impongo para satisfacer los variados remilgos de los míos: no grasoso, no salado, no ahumado, no pastoso ni adobado. Pero el mejor gancho estaba por llegar: en la compra de mínimo un cuarto de jamón, más un kilo de salchichas igualmente puras, desgrasadas y sin condimentos, me haría acreedora de llevarme a casa una pizza del pepperoni que la misma marca estaba introduciendo al mercado. Así que sacando un tanteo rápido por demás atractivo, y aunque las rondanas de masa con queso no figuran entre mis apetencias básicas, al nieto millenial que tengo lo haría muy feliz con una de ellas y un tambache de salchichas ahogadas en limón y chile.

Y pues no se dijo más… por el momento, y acepté el provechoso ofrecimiento, pero la verborrea me hizo explosión cuando la entusiasta despachadora me expidió un papelito para irlo a pagar a la caja (como a medio kilómetro de distancia) y, con el importe cubierto, desplazarme cien metros más adelante, en el exterior de la tienda, para llegar al  stand de la obsequiosa marca en donde me canjearían el ticket pagado por un vale para reclamar la entrega del producto, al mero fondo del establecimiento, en el mostrador de la panadería en donde se estaba horneando.

Tras semejante periplo, que incluyó la espera de quien otorgaba los vales porque había salido a comer, el desconocimiento de los panaderos sobre el asunto y la final notificación de que la exitosa promoción se había agotado dos horas atrás, acabé comiendo salchichas ahogadas en limón y con un puchero atorado por la certeza de que, a mis años y con la abultada experiencia que me han conseguido, me habían visto la cara.

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