Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Manías y ñoñerías

Por: Paty Blue

Manías y ñoñerías

Manías y ñoñerías

Era tal la algarabía que emanaba de sus infantiles alegatos, que no pude sustraerme a la curiosidad de indagar el origen de tan acalorado convivio. Así, me encontré con una trinca de sobrinos que intercambiaban sus pareceres futboleros, mientras hacían lo mismo con una pila de estampas de los jugadores que pronto estarán disputando el campeonato mundial en Rusia. Caí a la cuenta de que, como ha venido sucediendo cada cuatrienio que la empresa fundada por Umberto y Benito Panini lanza a la circulación el más popular de sus productos, los chiquillos compartían eufóricos sus hallazgos y adquisiciones, al tiempo que trataban de organizar un trueque justo con sus respectivas cartitas repetidas.

Me quedé ahí, muy quietecita, observándolos y sin intervenir porque eso era cosa de ellos… y mía, cuando tenía su edad y por algunos (muchos) años después de haberla sobrepasado porque a mí, como a muchos otros, también me pilló la manía de coleccionar inutilidades y nostalgias por lo que un día fue y ahora son puros amables recuerdos que, si acaso, y si es que todavía andan por ahí con su buena memoria en cabales funciones, podría compartir con puros prójimos de mi rodada.

Ni cómo olvidar mi primer compendio de estampas de figuras y escenas de películas de Disney que se robó mi atención y se engulló mis magros domingos por tres meses; y la de gansitos Marinela que me embodegué con tal de completar el cuadernillo de la historia mundial del transporte, o la devoción que agarré por la gelatina Jello para reunir su colección de carritos de plástico en un álbum de cartón. Luego, siguió uno de la naturaleza, otro de caricaturas llamado Farsa deportiva y uno de futbol en forma de balón. Más adelante pesqué la fiebre por los rompecabezas de grandes dimensiones, de los que reuní más de una cincuentena de ejemplares armados y enmarcados que hoy se exhiben en las casas de amigos y parientes, o como huéspedes temporales de quien disponga de una pared libre para colgarlos.

Nunca me dio por atesorar timbres, monedas o carteras de cerillos, como tampoco me sedujeron los llaveros, elefantes, budas, tortugas, ceniceros robados de diversos establecimientos o las muñecas provenientes de variados puntos del orbe. A lo más exótico que llegué con mis manías de coleccionar ñoñerías fue a reunir una incontable muestra de tecolotes que revolotearon en mi hogar por más de 20 años, hasta que cada uno se fue volando hacia derroteros ignotos. Lo más curioso fue que dicha colección comenzó a formarse con un humilde buhito que mi esposo me regaló porque le pareció simpático y, para que no se sintiera solito, yo misma le fui allegando tres o cuatro más, pero a partir de ahí y sabrá Dios por qué razones, mis parientes, amigos y conocidos me fueron engordando la parvada con especies de cerámica, madera, cristal, barro, ónix, lámina, porcelana y cantera, en formas de ceniceros, botaneros, especieros, llaveros, destapadores, mezcladores, cigarreras, charolas y colguijes varios.

Pero el realmente inolvidable fue el que mi cónyuge encargó a una de sus habilidosas alumnas de Artes Plásticas, quien talló un tecolote en un pequeño trozo de gis blanco, con su cara y plumas minuciosamente trazadas, y luego lo colocó bajo un minúsculo capelo transparente. Semejante primor, el genuino rey de mi nutrida y variopinta tecolotiza, probablemente huyó auxiliado por la mano de quien reconoció en él una auténtica obra de arte.

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