Cuando apenas iniciaba el conducente jolgorio para dar la bienvenida al flamante año, de pronto sentí que los jinetes del Apocalipsis me jinetearon en montón para dejarme sin posibilidad de expresar mis parabienes a mis seres queridos. El gorrito alusivo a tan rumbosa celebración, junto con el silbato, las serpentinas, las uvas y la copa colmada de sabrá Dios qué fluido espirituoso para brindar quedaron sin estrenar porque la pretendida usuaria, ora yo, colapsó presa de un mayúsculo desgano y unas ansias desenfrenadas por retirarse a sus aposentos a la brevedad, antes de hacer el mayúsculo desfiguro de desparramar sus carnes al ritmo del reggaetón que cimbraba el ambiente.Por fortuna, la menguante energía me alcanzó para ganar intimidad y ahorrar a la concurrencia el muy lamentable espectáculo que tuve la decencia de protagonizar hasta el día siguiente, cuando aterricé cuan ancha soy en el piso de la cocina, a causa de un miserable traspié que me hizo perder el equilibrio. La caída, como quiera la habría salvado, tomando en cuenta la vasta experiencia que he adquirido en trances similares, pero no contaba con que esta vez, las extremidades inferiores me entrarían súbitamente en huelga motora y se me pusieran rejegas cuando intenté incorporarme por las buenas, no obstante el apoyo prestado por quienes atestiguaron el desplome e invirtieron un esfuerzo más que denodado por ayudarme a recuperar la vertical que, aunque tambaleante, me permitió llegar a precipitarme de nuevo sobre una superficie menos ingrata que el suelo.A partir de ese momento, y en un lapso no mayor a tres días, por mi temporalmente frágil humanidad desfilaron todos los componentes del espectro medicinal, sin que ninguno de ellos obrara con el mínimo éxito. Mi sufrido intestino debió sentirse peor que ducto perforado por cuarta vez, cuando la intervención de tres facultativos del sector público, privado e intermedio, más ocho parientes y media docena de comedidos sanadores me surtieron con sendos remedios alópatas, homeopáticos y herbolarios para paliar los insospechados males que me mantuvieron en franca competencia con mi par de gatas dormilonas, retozando con Morfeo por horas y horas plagadas de febriles sueños inconexos.La real gravedad de mi asunto se manifestó cuando mi consabido e insaciable apetito huyó despavorido, y bastó mordisquear un chayote cocido para provocarme un espasmo digestivo de proporciones mitológicas que se me expandió hasta el cerebro, porque la sola evocación del platillo más apetecido, entre los muchos que hacen mis delicias habituales, resultaba suficiente para provocarme una nueva rebelión estomacal. Frente a mi intolerante olfato desfilaron tés de yerbabuena, limón, jengibre, ruibarbo y gordolobo; papillas de manzana, guayaba y membrillo; gelatinas y sueros de todos los sabores; caldos de pollo, pescado, camarón y hasta de pozole y menudo, sin que yo diera trazas de abrir siquiera la boca.Habían transcurrido los primeros ocho días de un año al que no le había conocido ni el sol cuando cuatro inyecciones de antibiótico como para caballo y un inocente jugo de lima obraron el milagro de hacerme volver por mis glotones fueros y, tras deglutir con fruición la cosecha local de dicho fruto, volví a la recuperación total frente a un delicioso y humeante plato de menudo. La conclusión médica dio nombre a mis agónicos días, resumidos en un descolorido bisílabo: dengue, que me intercambió el dolor muscular por la inmovilidad. Así que, ahora sí, feliz año nuevo.