Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Madre bajo protesta

Por: Paty Blue

Madre bajo protesta

Madre bajo protesta

¿Ya vas a empezar otra vez?, ¿no entendiste que cuando digo que no es no?, ¿de nuevo vas a armar tu berrinchito?, ¿quieres que te dé otra nalgada?, ¿o que te castigue como ayer?... Demasiadas preguntas, digo yo, y a cual más de lapidarias, para que un pequeño mudo y tembloroso, al tiempo que era vigorosamente zarandeado por quien le sobrepasaba considerablemente en años, kilos y fuerza, pudiera responder con la urgencia y velocidad con que recibía aquella sarta de interrogantes.

Soy proverbialmente mala para tantear edades ajenas, pero dudo mucho que pudiera fallar si apostara que la sacudida criatura apenas andaría llegando a los tres de edad, y que difícilmente podría atinar a reconocer cada uno de los conceptos que su madre le planteaba en semejante batería de amenazas de opción múltiple, máxime cuando la cantaleta de reclamos parecía no tener fin y el pequeño optó por tirarse al suelo y enroscarse como cachorro apaleado y sin ánimos de contrarrestar el ataque.

La escena descrita ocurría en el congestionado ambiente de un supermercado, armonizado con una melodía de Ricky Martin, eventualmente interrumpida por la rutinaria voz del promotor de chayotes a doce pesos el kilo, frente a una veintena de ojos que seguíamos el incidente mientras aguardábamos el respectivo turno para pasar a la caja. Así que, para seguir aprovechando escenario y audiencia cautivos, la furibunda doña siguió explayando sus filiales desventuras a sus anchas, instando al chiquillo a jalones para que se incorporara de ese piso tan cochino donde iba a batir la ropa que a ella tocaría despercudir y redirigiendo su iracundo ataque de reproches por su indómita obstinación de que le compraran un chocolate hacia un nuevo flanco: la abuela tolerante, permisiva, complaciente y alcahueta que le satisfacía el mínimo antojo y era, en definitiva, la promotora de los recurrentes caprichos del crío y la causante de su mala educación.

Entonces sí, como quien capta el estridente ulular de una sirena advirtiendo el peligro, mis orejas se desplegaron como papalotes y decidí intervenir en defensa del orgulloso gremio. Aquella madrastra de Cenicienta, disfrazada para la ocasión como progenitora de un desvalido infante, ya me había inflamado los epiplones con su histeria que no encontró mejor receptor de sus indudables frustraciones que aquel indefenso chiquillo. Y como tampoco soy de guardarme con prudencia lo que me encabrita, me erguí a todo lo que doy (que ya no es mucho) para aclarar al ente que se manifestaba como una desnaturalizada madre bajo protesta que, cuando hemos dejado de ejercer como responsables de la manutención material, la disciplina alimenticia, la preparación académica, la formación de valores y sentimientos de la ralea que procreamos con nuestra pareja, las abuelas somos una privilegiada especie (cada día más próxima a la extinción) que nos entregamos al tardío pero amoroso oficio de malcriar a los nietos. Que cuando pasamos la estafeta formativa a quienes una vez dependieron de nosotros, lo único que nos corresponde es echar a perder a los retoños de nuestros retoños y que, si somos juzgadas con rudeza por tan digna debilidad, mejor se abstengan de hacernos caer en la tentación de mimar hasta el exceso a nuestra segunda generación de herederos. Nomás faltaba.

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