La pandemia se ha cobrado cientos de miles de vidas, ha dañando profundamente la actividad económica y está en proceso de cambiar la conducta social en la mayor parte del mundo. Pero hay un peligro que se expande como el virus y que poco a poco va tomando forma: la tentación de los gobiernos para establecer restricciones a la libertad, medidas tendentes a la discriminación y la profundización de la desigualdad. Efectivamente en momentos excepcionales hay que echar mano de medidas excepcionales para hacer frente a situaciones como la que vivimos, pero cuando se trata del “regreso a la normalidad” las autoridades de muchas naciones comienzan a proponer medidas para identificar a la población en riesgo, para decidir cuales actividades pueden reactivarse y cuáles no, para decidir a quienes se aplica una prueba clínica y a quienes no, y buscan afanosamente sacar provecho político de una situación que aun no termina de sacudir la vida social en el planeta.Es claro que la forma más segura de volver a las actividades rutinarias es aplicar una prueba a cada persona para saber si ya ha producido una respuesta inmunológica suficiente en su cuerpo que le permita convivir con el virus. En China ya se ha decidido aplicar pruebas a ciudades enteras y en Europa se aplican por cientos de miles al día. En Estados Unidos también inician en algunas regiones a aplicar masivamente estas medidas, mientras en México tímidamente aumentan desde niveles muy precarios. Establecer el regreso a las actividades a personas vulnerables es un acto profundamente injusto y constituye una violación a sus derechos más elementales, y para saber qué persona es vulnerable hay que hacer pruebas o clasificarla por grupos. Esto para protegerlas. Pero una vez identificada una persona como vulnerable, puede ser sujeta de discriminación de muchas formas, comenzando con la segregación de la convivencia y el señalamiento social. Aún más grave resulta con las personas que sean identificadas como portadores activos del virus, o las personas ya recuperadas que en muchas comunidades son señaladas y rechazadas por temores a nuevos contagios.Por otra parte están las decisiones de los gobiernos para decidir qué tipo de actividades y cuáles establecimientos pueden abrir y con qué medidas. Todo esto aun sin contar con suficiente evidencia científica de los riesgos que significa la reactivación. Más grave aún es el regreso de actividades grupales como la escolar o los ritos religiosos. Solo imaginemos el efecto de un contagio masivo en un plantel escolar o una iglesia y los efectos que puede tener. También están los casos de personas que se niegan a regresar a sus labores por temor al contagio y que alegan su derecho a la salud y las exigencias laborales en contrario. En esa misma dirección estaría los padres que se nieguen a mandar a sus hijos a las escuelas mientras no se realicen pruebas masivas y se tenga certeza científica real. El daño que se puede provocar a los niños y los efectos pueden ser graves. Además algunas naciones están aplicando medidas para rastrear los movimientos de sus habitantes y conocer sus contactos e interacciones mediante el acceso a los dispositivos electrónicos, lo que constituye una posible violación al derecho a la privacidad, a la personalidad y otros derechos esenciales. Todas estas medidas que nacieron como acciones temporales parecen encaminarse a ser mantenidas en el tiempo y constituyen enormes escollos para el ejercicio de los derechos de las personas. El debate del alcance de los derechos para exigir el cuidado de la salud, como el de las libertades mismas debe ser emprendido con mucho detenimiento, lejos de las pasiones políticas de ocasión, porque se trata de defender la esencia de la dignidad personal. Se trata de cuidar la vida a la par de la libertad. No vaya ser que al final del túnel encontremos una luz que conduzca a un mayor autoritarismo.