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Los recuerdos agolpados quieren salir

Los recuerdos agolpados quieren salir
Comenzando a rememorar, se me vinieron un puño de recuerdos que contaré para no enfadarlos con temas de política, que son mucho más enfadosos que esto.
En mi infancia, que la tuve aunque no fui chico porque era y sigo siendo panzón, vivíamos por la calle de López Cotilla frente al templo de San Francisco de Sales, llamado San Francisquito por sus habituales y atendido por los padres salesianos que, en lo general, eran magníficas personas, dedicadas a su labor pastoral.
El jefe aparente era el padre Rafael Sánchez Vargas, querido por muchos y odiado por mi nana -que estaba loca y que la maledicencia popular dijo que nosotros la volvimos loca, pero luego les contaré de ella y de nosotros-, pero el padre no sabía manejar y tenía un chofer y un carrote de los que se usaban. Pues un día, el chofer que llevaba al padre chocó con una patrulla de tránsito y, obvio, eran tiempos neoliberales, y el chofer y el padre fueron al botellón, acusados de que iban ebrios y todo lo que quisieron poner. Pero a algún curioso le pareció chistoso que el padre se apellidaba igual que el procurador general de la República, que curiosamente tenía los mismos apellidos porque era su hermano Julio y, en cuanto se enteraron, pues a cambiar las actas: los sacaron de chirona y entambaron al que manejaba la patrulla y lo acusaron de andar ebrio; en aquel tiempo ya existían las influencias…
Obviamente, nuestras travesuras infantiles tenían como víctimas a los sacerdotes, que nos tenían una paciencia asombrosa. Había, además, padres italianos: el padre Beltramo, alto, con lentes y el padre Santini, a quien veíamos como santo. También estaba el Padre Gámez, que decían que los alemanes lo habían condecorado con la Cruz de Hierro porque salvó a un alto militar teutón herido y había otros que no recuerdo, pero todos muy humanos y dedicados a su vocación. Con ellos había un sacristán que nos parecía viejo porque no veía bien y andaba de sotana y le gustaba que le besaran la mano, y organizó a las señoras de la cuadra para preparar un desayuno “para los padres”, que tuvo éxito hasta que descubrieron que los desayunos cuidadosamente elaborados eran sólo para él.
Un día iba a ir el señor arzobispo Garibi, todavía no era cardenal y todo el barrio fue a limpiar el templo. Mi hermano y yo acudimos también y la costumbre era que, llegando el prelado, los fieles miraran hacia la puerta y acompañaran al señor en su caminar y nosotros pusimos unas bancas al revés, mirando para afuera, lo que a la entrada fue conveniente, pero ya no podían atender la misa y nos pusieron una regañiza, disminuida por las gestiones de doña Isabel Martínez de la Peña y por la señora Conte, que era una persona muy caritativa y nos daba lonches.
Se me acaba el espacio, pero habrá tiempo para contarles cuando nos robamos un sacristán del templo.
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