El constante anhelo de los proyectos políticos en México ha sido reducir nuestra desigualdad social. Desde los Sentimientos de la Nación de Morelos, hasta los debates recientes sobre las reformas a la Constitución, el tema se ha mantenido como una meta inalcanzable. Ahora las condiciones geopolíticas y el desarrollo lento, pero sostenido, de nuestra democracia permiten ver una oportunidad real de avanzar sustancialmente, como lo han hecho otras naciones que han dado el paso por distintas rutas, como Corea, Rusia, China, España e Italia; mientras que otras hacen esfuerzos encomiables, como Brasil e India.Nuestra desigualdad social no solamente se refiere a la asimétrica distribución del ingreso que impide el sano crecimiento de la calidad de vida de la mayoría de la población, sino que también abarca comportamientos sociales discriminatorios que marginan a grupos en razón de sus ingresos, su origen étnico, su religión, sus preferencias o condición de género y aun por su simple aspecto. Los mexicanos siempre buscamos favorecer la igualdad, pero hemos sido ineficientes para construir una sociedad más justa, en parte debido a la insuficiencia de las instituciones públicas y al predominio de prácticas depredatorias en la economía toleradas por la autoridad. El Estado ha intentado durante décadas paliar la desigualdad con diversos programas en educación, salud, vivienda y en otros ámbitos, que siempre han resultado insuficientes a escala nacional: crecimos manteniendo la desigualdad crónica.Hoy, en el mundo, los programas sociales son entendidos como mecanismos encaminados a generar igualdad en lugar de entenderse como simples remedios compensatorios temporales. Hay un debate global respecto a la pertinencia de los programas de transferencia de efectivo a grandes grupos de población; incluso se ha planteado establecer un ingreso mínimo universal. El Banco Mundial, en un estudio de febrero de 2022, identificó 962 programas de transferencias de efectivo en 203 países, de los cuales 672 fueron introducidos durante la pandemia, en cuyo periodo se estima que 1360 millones de personas (el 17% de la población mundial) recibieron transferencias de efectivo.En México, esta administración, desde antes de la pandemia, estableció programas de transferencia de efectivo, creciendo las experiencias que se pusieron en marcha en la Ciudad de México años antes, para atender a adultos mayores, a jóvenes estudiantes y a los relacionados con la educación de los niños que generan recursos para estimular la permanencia y el desempeño educativo. Hoy se calcula que 25 millones de personas reciben estos beneficios en México. Digamos casi un 20% de la población, y la mayor parte de las personas más frágiles en términos de ingresos y acceso a los servicios. Los datos publicados por el INEGI y el CONEVAL indican que los programas sociales de transferencias de dinero efectivo establecidos reducen efectivamente la desigualdad en términos de los ingresos de las familias.Si la economía es la ciencia de la toma de decisiones en razón de bienes restringidos como el tiempo y los recursos, las personas que cuentan con un ingreso mínimo garantizado toman decisiones de manera distinta a quienes viven con la angustia de la sobrevivencia. En nuestro país, entre los empleos formales, las remesas y los programas sociales, la mayor parte de la población tiene una nueva certidumbre en el ingreso en un horizonte de varios meses y eso está cambiando los patrones de comportamiento del consumo y de la planeación de la vida familiar. Es muy pronto para saber cómo estos cambios afectarán otros aspectos de la vida social. Pero lo que es indudable es que estos mecanismos llegaron para quedarse y que a nadie, con sensatez, se le ocurre plantear la desaparición de los programas de transferencia de efectivo. Por el contrario, lo que escuchamos en los planteamientos políticos se refiere al mantenimiento y expansión de estos mecanismos.En la derecha ya se admite su pertinencia, ya sea por estrategia electoral o por convicción, y en la izquierda se plantean iniciativas para hacerlos crecer, como el planteamiento del llamado pasaporte violeta para las mujeres jefas de familia o el aumento de las pensiones para adultos mayores, o las propuestas para contar con un sistema de salud pública universal de acceso garantizado para los más necesitados.Tenemos una oportunidad única que tiene como marco la reducción en el ritmo de crecimiento de la población, la estabilidad macroeconómica y el horizonte de expansión económica basada en la exportación. Por primera vez en siglos, el interés por reducir la desigualdad coincide en la mayor parte de los agentes políticos y económicos, tanto de México como del exterior. Depende de nosotros aprovechar una coyuntura que parece irrepetible.luisernestosalomon@gmail.com