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López Velarde en dos de sus grandes lectores

Por: María Palomar

López Velarde en dos de sus grandes lectores

López Velarde en dos de sus grandes lectores

El poeta más insólito, potente y entrañable de México del temprano siglo XX murió a los 33 años de su edad el 19 de junio de 1921. Su obra, a lo largo del tiempo, crece y conquista, al tiempo que se ha mostrado perfectamente impermeable a las lecturas bobaliconas y los intentos de apropiación folcloristarrevolucionarios que no faltan incluso hoy en día; en cambio, ha recibido la admiración rendida de lectores de la talla de Borges, Paz, J.L. Martínez o Zaid, quienes sí han escudriñado tanto la poesía como su prosa.

En 1944 se publicó en Guadalajara el primer libro dedicado íntegramente al poeta jerezano: El concepto de la zozobra, de Arturo Rivas Sáinz (del que, ya que se muestran tan aflojeradas, bien podían haber echado mano sin esfuerzo alguno la UdeG o la semiclandestina Secretaría de Cultura para rendir un mínimo homenaje tanto a López Velarde como a Rivas Sáinz). A propósito de la aparición de ese libro comenzó un intercambio epistolar extraordinariamente interesante e inteligente entre dos magníficos lectores universales, Efraín González Luna y Manuel Gómez Morín.

La inmensa e intensa correspondencia entre ambos fundadores de Acción Nacional, donde nada de lo humano o lo divino queda fuera, está publicada por el FCE desde 2010 en cinco gruesos volúmenes

La inmensa e intensa correspondencia entre ambos fundadores de Acción Nacional, donde nada de lo humano o lo divino queda fuera, está publicada por el FCE desde 2010 en cinco gruesos volúmenes que llevan el título de Una amistad sin sombras, obra de romanas que se echaron a cuestas con admirable diligencia e impecable rigor académico Ana María González Luna y Alejandra Gómez Morín.

Cuenta ahí don Manuel* a su corresponsal tapatío cómo “por los años de 16 y 17” conoció en la ciudad de México, a donde recientemente y en plena trifulca revolucionaria se habían trasplantado tanto la familia zacatecana como la chihuahuense. Gómez Morín, de cerca de 20 años, estaba por recibirse de abogado; López Velarde andaba llegando a los 30 y recién había publicado La sangre devota.

Escribe Gómez Morín: “su amistad constituyó un deslumbramiento. Por su personalidad misma y porque de golpe reivindicaba un mundo -el de todos mis años de niñez- que yo creía perdido y, entre las incitaciones de una vida de metrópoli y una cultura universal, no sólo invalioso, sino constitutivo de un lastre. Ramón dio voz a ese mundo, me lo incorporó en el nuevo mundo al que yo acababa de entrar. Más aún, me lo hizo más valioso que el nuevo. (…) Era tan exactamente como sus poemas, con tanta integridad conservó sus ojos de niño y de provinciano al entrar a la vida adulta y en la capital, que sus constantes referencias al paisaje, a las medidas, a las sensaciones, a los hábitos, a las ideas de su niñez de provincia, y sus asombros ante las novedades que su inteligencia y su sensibilidad iban descubriendo, y la referencia de todas esas novedades a su pasado, no fueron jamás obra de un proceso deliberado de intelectualización, sino espontánea, naturalísima e inevitable forma de entender y de valorar las cosas, los paisajes, los hechos, los libros, los personajes, los hombres nuevos que hallaba en su camino”.

Bien vale la pena seguir esa conversación entre dos de los lectores más inteligentes que en México han sido.

*T. II, pp. 913 y ss.

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