No hay nada peor que caerse en público. Ir a azotar quién sabe a dónde, de quién sabe qué modo, a quién sabe qué velocidad, es la cosa más vergonzosa del mundo. La acción impacta generalmente tanto para el escurridizo personaje en cuestión (que cargará con el recuerdo toda la semana), como para los que ven de reojo cómo alguien de pronto desaparece de la escena súbitamente, como para el que con mucha suerte reciba en brazos al futuro rey de la vergüenza. Caerse en público o en privado es de las cosas más inesperadas: tenemos los que somos muy afortunados de poder usar nuestras dos extremidades, días enteros en los que caminamos absolutamente inconscientes de qué paso va delante del otro. Paramos cuando es necesario, apretamos un poco el paso si sentimos algo de peligro y brincamos mínimos obstáculos (hay que ver las banquetas de la ciudad) si algo inesperado se presenta. Simplemente y a diario, nos lanzamos a caminar como unos héroes casi exentos de ese perverso y sutil destino inevitable. El día en que finalmente algo pasa y la suerte condenada nos hace tropezarnos o resbalarnos, ahí vamos desprevenidos al descenso inesperado y maldito. Pocas acciones humanas suscitan tantas emociones tanto en el que observó el evento como al que lo protagonizó. Risas, miradas llenas de misericordia, pena ajena, susto -porque hay gente que se asusta de verdad-, miradas que se hacen las que no pasó nada, total, todo siente uno cuando ve a alguien medio matarse que cuando a uno le pasa. Esta semana, yo di el espectáculo, esta semana, muy segura de mí misma y de mi larga historia usando mis dos piernas para hacer además de caminar algunos pasos más sofisticados, me traicionó un tacón y azoté rápidamente, o lentamente, no lo sé bien de cierto todavía. No sé cómo, no sé por qué pero llena de suerte, caí en los pies de una muchacha joven que honestamente me preguntó si estaba bien, a lo que más por instinto que por otra cosa por supuesto que respondí que sí. Me levanté, todo el mundo, todo el restaurante me miró: comensales, meseros, jefes, baristas y hasta uno que otro cocinero que desde lejos chismeaba la acción del restaurante como dejándose llevar de su agotador trabajo. Yo, pues nada, me fui a sentar y dije en voz muy baja a modo de confesión a mi compañero de mesa que me había caído. En cuanto lo dije, el jefe de meseros, vino y por mi nombre me preguntó si estaba bien. De pronto, me di cuenta que la vergüenza de la caída y la sensación de vulnerabilidad no se comparaban con que tanta gente me pusiera atención y me preguntase si yo estaba a salvo. Eso, y sólo eso fue lo que realmente me rompió. Sentirse visto cuando uno ha pasado por meses difíciles y ha caído metafóricamente el ánimo tantas veces, y tantas otras en las que hay que mostrar al mundo que no pasa nada, un día (viéndole el lado positivo a este negocio) se materializa y recibe uno milagrosamente, atención de esa que por tanto tiempo había necesitado. Argelia, ¿estás bien? Argelia, ¿segura no estás lastimada? Argelia, ¿necesitas algo? Argelia, ven siéntate, déjame abrazarte, ya pasó. Qué maravilla caerse, qué maravilla sentirse acogido aun con la vergüenza a cuestas y saber que hay algunos por ahí que realmente están pendiente de uno. Qué maravilla saber que volverán a ser más de mil caídas, metafóricas y reales y que por ahí alguien siempre por más que uno se sienta solo en ocasiones, nos tenderá un hombro y podremos por fin, sacar todo lo que había estado atorado tanto tiempo. Qué gran semana esta, estoy lista para las mil caídas por venir. argeliagf@informador.com.mx • @argelinapanyvina