Lunes, 25 de Noviembre 2024

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La caída de Tenochtitlán

Por: Carlos María Enrigue

La caída de Tenochtitlán

La caída de Tenochtitlán

Estamos a tres años tan solo de que se cumplan 500 años de la caída de Tenochtitlán. Este evento, resulta absolutamente esencial para entender quienes somos y de donde venimos.

Contrario a lo que pudiera pensarse, pues la historia nacional la suelen enseñar en cinco minutos en especial cuando se trata de la conquista y la colonia, los españoles no acabaron con el imperio azteca en un dos por tres, ni eso tampoco supuso la conquista de todo México. El avance sostenido que se tuvo en 1519 se vio frenado de golpe cuando ocurrió el desastre de la noche triste, y solamente la batalla de Otumba logró que se frenara la debacle absoluta de los europeos, permitiendo a los españoles reagruparse y, un año más tarde, debidamente aprovisionados y reforzados plantar sitio a Tenochtitlán para finalmente derrotarla.

Esta derrota en el imaginario popular se suele vender como una catástrofe nacional, con la otra cara de la moneda siendo la noche triste el momento de gloria. Lo anterior no es raro, todos los países de alguna u otra forma lo hacen y encontramos ejemplos en Vercingetorix en Francia, el valor de los defensores de Numancia en España, la reina Boudica en Britania, entre otros muchos casos.

Pero este supuesto catastrofismo lleva envuelto por lo general de una profunda ironía. Es así, pues quienes lamentan tal caída son parte de la cultura de aquellos que fueron conquistados, pero también de aquellos que los conquistaron, haciéndose normalmente el lamento en la lengua y de acuerdo a la cosmovisión del conquistador.

Este país, junto con mucho de Latinoamérica, ha sufrido incesantemente de una crisis de identidad por la falta de aceptación de ese solo hecho: por negarnos a aceptar que nosotros no somos ni españoles ni aztecas. Vaya, si uno se pone a ver el imperio azteca ni siquiera ocupaba la mayor parte del actual territorio nacional – ni se diga cuando formaban parte de México las provincias del norte.

Así es que vivimos entonces con un amor a una veta – que se dice materna – indígena y con un recelo al padre – español – quien es considerado exclusivamente como un abusador. La imagen no es demasiado lejana del estereotipo de las películas de los años cincuentas.

Solamente será cuando reconozcamos el maravilloso accidente que fue ese violento encuentro cuando tomemos valor de nosotros mismos. Cuando entendamos la grandeza que significó el desarrollo del maíz, los grandiosos sistemas de riego y cultivo, los avanzados cálculos matemáticos y la higiene con la que vivían los pueblos originarios a la mano de la tecnología occidental, como el aparentemente básico uso de la rueda, la imprenta y como dice Pablo Neruda, las palabras.

Así, salvo contadas excepciones, hoy usted y yo somos herederos de esa mezcla, tan hispanos como americanos. Con claras diferencias en su vida cotidiana de aquella que tiene una persona en Valladolid, pero igualmente diferente de las que tenían los amerindios, esto tanto en lo material como en la cosmovisión y en el entendimiento de la propia persona.

El mito del indio bueno es tan endeble como el del conquistador afable que quería sacar al pueblo de la barbarie. Ambos hicieron cosas buenas y ambos cometieron canalladas indecibles.

Pero todo esto tiene una ventaja. Ya van a ser cerca de 500 años que se consumó todo eso. No conocimos ni a ninguno de los conquistadores, pero tampoco conocimos a ninguno de los defensores. Son pocos los descendientes de aquel pequeño grupo de europeos, el resto, somos herederos de carpinteros, hijas de familia, agricultores, mineros, comerciantes, burócratas y demás gente buena que tomó por pareja a la gente buena que vivía aquí desde antes de la hispanidad. Esos somos nosotros, y sirve mucho no vivir resentido de la propia sangre, máxime cuando ni siquiera se les conoció.

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