Pronto pasa lo que tanto se espera. Hoy concluyen las Olimpiadas 2024 en París, una arena de lo más exigente y todavía confiable que puede existir en el mundo.Desde el primer momento, los organizadores del evento se dieron cuenta de que el estadio más adecuado, indicado e incomparable para el inicio de la olimpiada era la propia ciudad de París y sus sitios más emblemáticos, ese conjunto de monumentos admirables que todo el mundo desea ver por lo menos una vez en la vida y que van desde la isla de Francia hasta la torre Eiffel, siguiendo el curso del célebre río Sena.Esa inauguración hará historia, a muy pocos países en el pasado se les había ocurrido sacar de los estadios la fiesta inaugural y, por así decirlo, hacerla pública y abierta a un mayor número de asistentes. Tener un río navegable les dio así mismo la idea de que las delegaciones, en lugar de marchar, pasearan por el Sena mirando París y dejándose ver por todo el mundo. El acto central, el encendido del pebetero olímpico, fue otra admirable y agradable sorpresa, pues, en primer lugar, dicho pebetero estaría flotando sobre la ciudad, suspendido por un globo aerostático. La sorpresa y el aplauso fueron, textualmente, mundiales.Las participaciones corales, la presencia de artistas de talla mundial, los juegos de luz en la ciudad de las luces, todo ha llevado la inequívoca marca de lo francés, de la ciudad y del país que desde los tiempos de Luis XIV sigue siendo adalid de grandes valores, de legítimas aspiraciones, semillero de filósofos, intelectuales, sociólogos, místicos, arquitectos, ingenieros, pintores, músicos, modistas, todo con el sello de una extraordinaria creatividad.Pero este espléndido marco inaugural es sólo el contexto de un drama competitivo llamado deporte, el espacio donde seres humanos han venido a mostrar las consecuencias de un estilo de vida que contrasta con el mero glamour o el espectáculo, un espacio donde muchos espectadores se contentan con ver lo que otros logran mientras ellos ni lo intentan. Contraste, porque mucha gente de hoy rehúye lo que las olimpiadas siguen avalando: la disciplina, el esfuerzo, la privación, la renuncia, el ideal de ser los mejores, aunque cueste, en una serie de justas evaluadas duramente por jueces insobornables que no disculpan ni el mínimo error.Qué distinto a nuestro mundo de títulos falsos, currículas alteradas, tesis pirateadas, premios por compadrazgos, ascensos sin otro mérito que el soborno, el chantaje o el pago de favores. Por eso, los grandes deportistas olímpicos son verdaderamente admirables; las medallas que obtienen sí son confiables, detrás de ellas está el esfuerzo de muchos años, no la adulación o la politiquería.Habría que pensar entonces que en nuestro mundo y en nuestro tiempo las olimpiadas y, en menor medida, los premios Nobel son los únicos galardones por los cuales se debe felicitar a quienes los reciben, sin ignorar las muchas trabas que con frecuencia se usaron para frenar u obstaculizar a deportistas capaces que tenían el potencial pero no los recursos para ser promovidos. De esto, seguramente cada país tendrá su historia. Por lo pronto, gracias a todos los participantes y a cuantos hicieron posible que buena parte del mundo disfrutara de su ejemplo y de sus valores. La siguiente justa mundial será en Los Ángeles; ojalá en un mundo más pacífico donde ya pueda Rusia participar.