Más allá de las opiniones opuestas y apasionadas que provoca la figura de Andrés Manuel López Obrador, habría que entender que detrás de sus palabras y acciones se encuentra en el difícil parto que significa dejar atrás la vida que ha llevado durante 40 años y nacer a una existencia totalmente distinta. Las implicaciones de esta transición se han analizado desde muchas perspectivas políticas, favorables y desfavorables. Pero ahora quisiera detenerme en un ángulo relacionado más bien con la vida interior de este personaje que ha cambiado, para bien o para mal según se mire, la historia de México.Entiendo que cualquier perspectiva de la entraña emocional o psicológica de López Obrador es especulativa, como lo sería en el caso de cualquier otra persona. Pero también es cierto que ninguna figura pública en la historia del país ha tenido el tiempo de exposición: casi 1500 mañaneras, más o menos 4 mil horas en las que ha desgranado pensamientos, estrategias, emociones, filias y fobias, cariños y denuestos, ideales y prejuicios, apegos y desapegos. Un diván de confesiones a los oídos de quien haya querido escucharlo. Todo político construye un personaje, consciente o inconscientemente, y eso es lo que muestra al público, pero tantas horas improvisadas ofrecen también innumerables atisbos al alma, al temperamento, a la psique o como quiera llamarse a la substancia de la que está hecho el presidente.Puede o no coincidirse con él, pero asumamos que López Obrador se ve a sí mismo como un redentor de los derechos y aspiraciones del pueblo mexicano. Y la vía para conseguirlo ha sido la conquista del poder, de manera pacífica, a través de su movimiento. El leitmotiv de su vida. Pero justo porque ese es el motor de su existencia, podremos entender que no es nada fácil el momento que ahora está viviendo.Se trata de un mandatario que goza de una situación excepcional: una aprobación de entre 60 y 70%, lidera un movimiento que controla la mayor parte del territorio (24 gubernaturas), el poder ejecutivo, el poder legislativo y, en cuestión de semanas, el judicial. Lo apoya el ejército y el pueblo, carece de oposición real y posee la incondicionalidad de los suyos para cambiar la Constitución prácticamente a su gusto. En cualquier otro momento, en cualquier parte del mundo, esa abrumadora correlación política y el compromiso con un deber que él asume es histórico, habrían desembocado en la necesidad de un mandato prolongado. Darse el tiempo para cumplir con el “deber sagrado” de sacar a las mayorías de la pobreza. Y, sin embargo, es un hombre que debe retirarse en la cúspide de su poder, justo en el momento en que por fin sintió que había conseguido colocar todos los botones y palancas en el tablero de mando. Solo en el último de los 70 meses que gobernó tuvo capacidad para modificar la naturaleza del régimen. Demasiado poco para tantos pendientes. Un pensamiento atormentado y frustrante que él mismo no se permite acariciar. López Obrador entiende que durante su sexenio consiguió cambios significativos, aunque sabe que son insuficientes. Es lo que es y tiene asumido que, de una u otra manera, debe avenirse a esa paradoja. Y no puede pasar inadvertido que, pese a ser un sistema político tan cuestionado, con el peso de la no reelección, México estaría mostrando una institucionalidad notable en el contexto de la historia mundial.En el tono y la hiperactividad presidencial de estos últimos días se advierte una mezcla de varias sensaciones encontradas, reflejo de lo anterior. Por un lado, como el padre o la madre que, a punto de partir, no acaba de despedirse de los hijos entre encargos, exhortos y pendientes desde el vano de la puerta. Ninguna precaución es menor frente al temor de que a sus espaldas algo o mucho corre el riesgo de desacomodarse.Por otro lado, también se observa el legítimo afán de blindar el próximo retiro con la satisfacción de haber alcanzado los objetivos esenciales. Las muchas alusiones a los compromisos cumplidos y a los cambios logrados han convertido a los últimos días en un desfile de inauguraciones. Como el deportista que visita una y otra vez su sala de trofeos para convencerse de que la cantidad y la importancia de los triunfos ameritan el inevitable descanso. La actitud del general que se convence a sí mismo de retirarse con la satisfacción que otorga una misión cumplida.Pero también se advierte en el presidente la zozobra que invade al deportista, ya no respecto a los logros, sino a la incertidumbre personal frente al abismo que supone abandonar la única vida que ha sabido llevar. Escribirá libros y contemplará la naturaleza encerrado en su rancho, ha dicho una y otra vez; pero no se nos escapa que esa vida bucólica y romantizada que describe es en realidad lo opuesto a cuatro décadas entre reflectores, ritmos vertiginosos y un cuerpo que no ha podido quedarse quieto entre viajes y discursos. La causa ameritaba esa entrega, pero en realidad también era producto de una necesidad de moverse y, sobre todo, de mover a otros. Y no solo por razones políticas, sino también de personalidad. Durante lustros fue un fumador regular de sus Raleigh, y no le resultó fácil desprenderse del hábito hace ya varios años. Por un tiempo siguió siendo su placer culposo hasta que lo erradicó por completo. No le será sencillo desengancharse del acendrado hábito o adicción al protagonismo que, inevitablemente, la historia le hizo jugar y terminó por moldearlo. A la enorme proeza que significó arrebatar el poder político a las élites, un verdadero milagro en un país tan desigual, López Obrador tendrá que añadir ahora otro pequeño milagro, pero esta vez de índole personal: hacer mutis y dar la espalda a la vida pública.El tour de despedida que realiza ahora por todo el territorio es un desfile de apapachos, emociones y nomeolvides. Una manera de ayudarse a cerrar ciclos. Pero también hará más intenso el contraste con el silencio que le siga. Por lo pronto, exprimirá hasta el último minuto su papel como presidente, antes de cerrar el telón y enfrentarse al resto de su vida. Por el bien del país, esperemos que lo resuelva cabalmente.