En unas horas o pocos días Marcelo Ebrard definirá su destino político. Las contradictorias señales que él y su equipo han enviado se prestan para todo tipo de interpretaciones. La insistencia del propio Ebrard de que su nombre estará en la boleta presidencial de los próximos comicios es en sí misma una sentencia en favor de la ruptura con Morena, toda vez que esta fuerza ya tiene a su abanderada. Pero al mismo tiempo, uno de sus dos principales alfiles, Malú Mícher, afirmó de manera categórica que no se saldrán del movimiento. Una de dos, o es una estrategia deliberadamente confusa destinada a mantener el suspenso hasta el último momento, o la confusión es verdadera y no tenían definida la ruta crítica para “el día siguiente”. Algo extraño porque Marcelo Ebrard no ignoraba que las posibilidades de ganar la encuesta interna eran mínimas y el desenlace que vimos lo anticipaba todo México.Me inclino a pensar que se trata de lo primero: una estrategia para alargar el momento en torno a su decisión y profundizar la expectativa. No sólo se trata de prolongar el tiempo de exposición mediático, también de construir una narrativa favorable a su probable candidatura por otra vía: según Marcelo, él era el mejor candidato de Morena, pero las malas artes del partido y la intervención (ingratitud) de López Obrador impidieron su triunfo. Instalar esta noción y envolverse en ella es vital para presentarse al votante como una carta atractiva, aunque desperdiciada equivocadamente por el partido en el poder.Pero se trata de una pretensión debatible. Ebrard perdió porque no era el candidato que el obradorismo prefería. López Obrador se sentía más cómodo con Claudia Sheinbaum, crecida al interior de este movimiento y plenamente identificada con una noción de continuidad. La pregunta sería al revés: ¿Por qué razón una fuerza política tendría que elegir a un candidato con el que no se siente identificada? Y hay una respuesta: sólo si hubiera sido la única alternativa para poder ganar, algo que justamente estamos viendo con Xóchitl Gálvez, una candidata a la que recurrieron las dirigencias del Frente Amplio por necesidad. Pero no fue el caso en Morena. Si la 4T hubiese llegado agotada al final del sexenio, con bajos niveles de aprobación y crisis económica, habría necesitado de una carta moderada capaz de atraer a los votantes perdidos. Pero en la medida en que López Obrador se siente con fuerzas para ganar con sus propios argumentos, puede permitirse acudir a una candidata que postula la continuidad.Nada lo muestra mejor que el hecho de que, a lo largo del último año y medio, la ventaja de Claudia Sheinbaum sobre Marcelo Ebrard fue prácticamente unánime en las encuestas de intención de voto. Incidencias o no incidencias durante el proceso, el resultado final fue un fiel reflejo de esa realidad. Si la mitad o más de la población está contenta con el Gobierno de López Obrador lo extraño sería que no optara por la candidata mejor identificada con sus políticas y programas.Imposible que Marcelo Ebrard ignorase todo lo anterior. ¿De dónde entonces su indignación por no haber ganado la candidatura? Muy probablemente remite a su convicción de que existía una especie de pacto no explícito pero vigente entre él y López Obrador. Él había sido su sucesor en la Ciudad de México, entre 2006 y 2012 fue el más encumbrado de los perredistas durante el retiro del tabasqueño, al que ayudó desde la capital. Y más importante aún, en 2012 cuando ambos disputaron la candidatura a la presidencia por el PRD para competir contra Enrique Peña Nieto, él se hizo a un lado después de una contienda relativamente pareja. Asumió que le debían la cortesía. Que López Obrador favoreciera a Claudia Sheinbaum y no a él, ha generado una reacción que no sólo se explica en la estrategia política sino también en lo emocional.En otros espacios he mencionado que es una situación que remite a la de Manuel Camacho, tutor político de Ebrard, en su reclamo a Carlos Salinas, cuando éste optó por Luis Donaldo Colosio, y luego por Ernesto Zedillo, en lugar de honrar un supuesto acuerdo asumido desde los inicios, cuando ambos eran cabezas de su corriente política. Como se recordará, Camacho renunció al PRI y rompió con Salinas, indignado. Mismo ciclo que Ebrard recorre 30 años después.Pero para que exista un acuerdo se necesitan dos partes. Ebrard está convencido de que se la debían, la pregunta es si López Obrador en algún momento llegó a asumirlo. Todo indica que no es así, que cualquier presunta obligación habría sido pagada con creces. De entrada, López Obrador lo hizo jefe de Gobierno de la Ciudad de México en 2006; posteriormente lo reincorporó del exilio político en el que se encontraba durante el sexenio de Peña Nieto. Recordemos que, por una razón u otra, Ebrard tomó distancia de Morena de 2013 a 2017, cuando vivió en el extranjero. Ni siquiera figuró en los primeros gabinetes esbozados por el ahora Presidente durante la campaña. Y, no obstante, terminó recibiendo la cancillería. Una súper cancillería, además, porque AMLO le trasladó buena parte de la representación presidencial en el ámbito internacional.En realidad, los dos hicieron su parte. Marcelo Ebrard fue un ministro eficiente y leal; una y otra vez asumió los entuertos en los que el Presidente lo metió en las relaciones con España, Estados Unidos o Perú, entre otros; o en misiones extraordinarias incluso más allá del ámbito de la responsabilidad de la cancillería. Por su parte, el Presidente invariablemente le otorgó su apoyo y confianza. Allí tampoco habría saldos, más allá del agradecimiento a un colaborador eficaz y responsable. Incluso ahora, que la actitud de Ebrard lastima la legitimidad de un proceso que López Obrador cuidó escrupulosamente, es obvia la disposición de Palacio Nacional para terminar en las mejores condiciones posibles. Una apacible reacción que obedece tanto a razones sentimentales a las que AMLO no está ajeno, como de cálculo político, considerando que en algún escenario su ex colaborador podría terminar copiloteando la tercera fuerza política de este país.En las próximas horas Marcelo resolverá el misterio. Muy probablemente buscará la candidatura presidencial por Movimiento Ciudadano, aunque aún no pueda decirlo, y/o anunciará la organización de una nueva agrupación política (Camacho dixit). No son excluyentes. Habrá algunos sombrerazos en su salida de Morena, pero eventualmente cicatrizarán resentimientos. A la larga, les conviene a ambas partes.