Jueves, 21 de Noviembre 2024

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Inodoro e insípido

Por: Paty Blue

Inodoro e insípido

Inodoro e insípido

Los ojos se me abrieron del tamaño del fruto que me atrapó la mirada y provocó que, en automático, las papilas gustativas me entraran en acción. Como pendían de un anaquel en armónicos racimos, se me figuró que serían artificiales y colocadas ahí como parte del ornato de la frutería, así que me acerqué muy espichada para tocar aquellas uvas grandes y apetitosas, sin que el dueño del lugar adivinara mi malsana intención de arrancar para probar uno de aquellos ejemplares de escandalosa tersura y un suave, pero intenso, tono verde, como los ojos del Cristo fílmico que acababa de ver en la televisión.

Tras constatar que eran maravillosamente reales, pregunté por su precio que me pareció elevado, pero insuficiente para arredrar mis apetitos tempraneros, ni disuadirme de renunciar al exótico placer de engullirme, tirada como Nerón sobre un mullido echadero, un buen puño de semejante producto de la vid. De verdad eran tan hermosas, como aquéllas que Caravaggio pintó coronando la testa del dios Baco, y bien que valía la pena pagar para que aquellas obras de arte de la naturaleza viajaran directo a mi goloso paladar.

Pero bien dicen que el crimen no paga, y aunque no me atreví a afectar la economía del comerciante robándole una uva, la intención la tuve y la penitencia no se hizo esperar. En cuanto llegué a casa, lavé el producto y le hinqué el diente a la primera unidad de las cuarenta que planeaba embucharme, me entró la certeza de que aquellos racimos que llamaron mi atención y por los que había pagado el abultado precio eran, efectivamente, artificiales, o estaba yo descubriendo una nueva variedad de transgénicos de pulpa dura, inodora y rotundamente insípida.

El desencanto me llevó a recordar la también reciente decepción de haberme comido las fresas más voluminosas, coloridas y perfectas del planeta, sin el mínimo asomo del sabor que me atrapó desde la infancia y del que di cuenta en copiosas raciones bañadas con crema y azúcar. Lo mismo me pasó con los duraznos más vistosos, carnosos y aterciopelados del mundo mundial, que desde el primer mordisco me resultaron más tiesos y desabridos que los modestos originales que, en plena adolescencia apresurada y en temporada de vacaciones, cortábamos por montones en Tapalpa.

Tal vez la edad me ha venido atrofiando el sentido del gusto, o la coyuntura alimenticia del presente sea finalmente el remedio para ponerme a estricta dieta, porque ora resulta que, según las aprensivas observaciones de quienes dicen sabérselas todas en cuanto a balances nutricionales, lo peor que puedo elegir para comer es un pollo porque, aunque internacionalmente fue considerado por siglos como el cárnico más sano y digestivo, las nuevas generaciones de plumíferos concebidos y alimentados mediante sabrá Dios que tecnologizados procedimientos, y puestos en el mercado apenas dos semanas después, son tan nocivos para la salud como la soya que, recién develado por la Profeco, le roba al atún un escandaloso porcentaje equivalente a casi la mitad de la lata, es como el diablo en bolitas.

Y les agrego que, por hoy, la recomendación de ingerir solo la clara de los huevos, dicen los sabihondos que ha cambiado para incitarnos a comer solo un huevo completito por semana. Seguiré disfrutando del pozole y las ahogadas, antes de que les encuentren su lado venenoso.
 

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