Siempre es difícil estar frente a una página en blanco. Un desafío en el que oscilo entre lo que todos hablan y lo que pocos aceptan… Traer a estas líneas casos que cimbran comunidades y reflejan la inseguridad no es sencillo; esa extraña sensación de haber escrito ya este texto antes. Sí, lo hemos leído antes, porque lamentablemente un caso expuesto sobre violencia y homicidio tiene detrás otros más y todos tienen el mismo común denominador: la impunidad. ¿De verdad es posible que un homicida desaparezca de la faz de la tierra? Lamento ser escéptica. La semana que se fue se llevó a dos mujeres que levantaron la voz para exigir justicia. Primero fue la periodista Lourdes Maldonado, quien luego de ganar un litigio laboral de nueve años contra Jaime Bonilla, por impago de servicios mientras ella laboró en una televisora propiedad del ex gobernador de Baja California, y por el cual incluso pidió apoyo al Presidente López Obrador en 2019, fue asesinada afuera de su domicilio en Tijuana, sólo unos días después de que el fotoperiodista Margarito Martínez fuera asesinado en la misma ciudad. Horas antes de morir, Maldonado compartía con inquietud el fallo a su favor en la demanda laboral contra la compañía de Bonilla y que le permitió el embargo de una de sus oficinas, pero la peor parte de la historia la aguardaba, pues tras ganar la querella, ni el botón de pánico que se le confirió sirvió de nada. El homicidio tuvo eco en todas las ciudades porque, como lo mencionaba en la última columna que escribí el año pasado, es peligroso ser periodista, tenemos claro que este oficio es de alto riesgo, pero el compromiso social que nos ocupa no tiene garantías por parte de las autoridades. El 2021 registró siete homicidios y numerosas desapariciones de periodistas. Este 2022 se reportan dos homicidios sólo en Tijuana, Baja California, uno en Veracruz y ayer en Michoacán se dio a conocer la muerte del comunicador Roberto Toledo, y sólo en un mes.Navegar entre la impotencia y la decepción que genera la impunidad siempre es difícil, sentir que cada que se habla de feminicidios o desapariciones nos hace llegar a un pasillo kafkiano lleno de puertas cerradas, de voces calladas o de trámites infinitos. Tras el eco que generó el homicidio de Maldonado, llegó un silencio doloroso cuando supe que la activista morelense Ana Luisa Garduño fue asesinada al interior del establecimiento del que era dueña. Esa mujer que luchó 12 años para que se hiciera justicia por el feminicidio de su hija Ana Karen a manos de su ex novio murió de tres disparos con arma de fuego igual que la jovencita. Así, en un instante se fue la mujer que recorrió todas las instancias y formó la Asociación de Víctimas y Ofendidos de Morelos a manos de un impresentable en el centro de Temixco, a unos pasos del Palacio Municipal. Por un momento llegó a mí la imagen de Marisela Escobedo perdiendo la vida a las afueras del Palacio de Gobierno de Chihuahua en diciembre de 2010, durante la administración de Javier Duarte, otra mujer que luchaba día a día para capturar al feminicida de su hija. Con Garduño se cuentan seis los activistas que han perdido la vida en la administración del “gobernador” Cuauhtémoc Blanco. Todos con líneas abiertas de investigación y sin autores materiales. Nada que no hayamos visto en los demás estados sobre crímenes de odio, feminicidios o desapariciones. Todos los gobiernos tienen sus propios asuntos pendientes, sus propios personajes incómodos que evidencian los hoyos negros en la procuración de justicia; la pregunta es: ¿hasta cuándo dejaremos de contabilizar víctimas sin responsables y poder cambiar el discurso de impunidad?puntociego@mail.com