A lo largo de la historia, los habitantes de Guadalajara han sido víctimas de muchos y distintos azotes naturales y humanos. Poco acostumbrados están los actuales tapatíos, beneficiarios de siglos de avances en las ciencias, y también de cierta clemencia en años recientes por parte de los volcanes y otras fuerzas naturales, a pensar en los padecimientos de sus antecesores.Leyendo la historia se ve cómo esos antepasados, en casos de desastre, reaccionaban “a Dios rogando y con el mazo dando”: recurrían tanto a los conocimientos científicos de que disponían como a la fe en la intercesión de sus celestiales protectores. Pero quien afirme, creyente o no, que una estampa devota, un trébol de cuatro hojas o una pata de conejo son equivalentes y protegen de las desgracias, muestra muy poco seso (y también una profunda incultura histórica y religiosa). Los objetos de devoción no son ni fetiches ni talismanes, cosa que sólo pueden decir los imbéciles o los mal intencionados.En la historia de México (que por cierto no tiene diez mil años), nadie con dos dedos de frente ha propuesto abandonarse a la superstición y dar la espalda a los conocimientos que se iban adquiriendo sobre los fenómenos naturales, incluyendo las enfermedades epidémicas. Para muestra está el clérigo y científico don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien en 1681 (y contradiciendo al Padre Kino) escribió un Manifiesto filosófico contra los cometas (basado en los avances de Galileo, Copérnico, Descartes, Brahe y Kepler) para combatir el temor supersticioso que éstos tradicionalmente suscitaban entre el vulgo. A raíz de la plaga del chahuistle (chiahuiztli) en la década de 1790, que provocó la pérdida de cosechas y la hambruna general, el erudito Sigüenza, Cosmógrafo Real, mediante un aparato precursor del microscopio, descubrió que la causa era un insecto semejante a la pulga.Durante el siglo XVIII Guadalajara y su región fueon cruelmente azotadas por sucesivas epidemias, casi todas oportunistas, pues se cebaban en organismos debilitados por el hambre. Cuando llegó a su sede episcopal en 1771, Fray Antonio Alcalde encontró una ciudad empobrecida e insalubre. En 1786, “el año del hambre”, hizo frente a la miseria de su grey repartiendo víveres a las parroquias de los pueblos, abriendo comedores para los pobres y dando al Ayuntamiento cien mil pesos para subsidiar el maíz. En 1787 se desató una peste que mató a más de cincuenta mil personas. El Obispo puso todo su empeño y sus recursos en la fundación de un hospital de vanguardia para su época. Frente a las desgracias, Fray Antonio Alcalde sin duda rezaba muchísimo y alentaba las devociones populares, pero al mismo tiempo sus soluciones para traducir su fe en obras consistieron en la atención a los enfermos y desvalidos, la educación para todos, las mejoras urbanas, la vivienda digna e higiénica: nada más alejado de la superchería.Así que bien merece Fray Antonio, en estos días y ante tamañas amenazas, pasar a formar parte del elenco de Patronos Jurados de Guadalajara (jurados por sus cabildos civil y eclesiástico como protectores frente a las desgracias de distinta índole): en orden cronológico, San Miguel, San Clemente, San Sebastián, la Generala y Nuestra Señora de la Soledad.