Meterse con tradiciones arraigadas de una ciudad no es ningún juego. A pesar de que haya (ingenuas) buenas voluntades en el intento. Los rasgos identitarios de la comunidad merecen el mayor respeto. Y más cuando esos rasgos son móviles, ubicuos, entrañables: tal es el caso de las calandrias de Guadalajara.En días pasados pudo observarse el siguiente espectáculo: pasó una carcachita fúnebre, toda negra, en vaga forma de coche de caballos. Pero sin caballo, lo que provocaba un desagradable efecto de escamoteo. Como si hubiera un caballo fantasma tirando de la estramancia. Al poco rato, por la misma calle de López Cotilla pasó una calandria de a de veras. Un estupendo caballo palomino trotaba muy alegre. Perfectamente cuidado y enjaezado, dejaba tras de sí su gracia y el invaluable ruido de sus pezuñas debidamente protegidas para andar sobre el pavimento. La gente de la carrocita fúnebre iba medio destanteada. La gente de la calandria iba risa y risa, muy contenta.Todo el asunto empezó en que alguna persona, seguramente con buena voluntad, pensó que los caballos no son milenarias bestias de tiro y hasta que les puede gustar serlo cuando están en condiciones razonables. Pensó también en una notoria medida de “política pública” y en subirse así al carro de lo “políticamente correcto” e ir tras los votos de cierta bienpensantía bobalicona y “ecológica”. Así que el Ayuntamiento completo se fue de boca, sin siquiera preguntarle su opinión al aguerrido gremio de los calandrieros. (No se sabe si luego se van a intentar prohibir la policía montada, las charreadas, los concursos hípicos, etcétera).Afortunadamente la justa resistencia de quienes se ganan la vida, junto con sus caballos, gracias a las calandrias, es al día de hoy evidente: decenas de ellas siguen en servicio.Los problemas de las calandrias son fácilmente resolubles. La mayoría de los caballos está en buenas condiciones. Los que tengan alguna deficiencia o muestren maltrato se pueden curar. Se podría establecer, en el lugar adecuado, una buena cuadra para esos caballos, instalación que por sí misma constituiría otra atracción turística. Habría que resolver y restaurar también la fisonomía de las calandrias, las que -como su nombre indica- son amarillas con azul. Moderar las lentejuelas, corregir las horrorosas ventanitas en forma de corazón, etcétera. Es fácil.Una vez hecho lo anterior no hay ninguna razón para que la población tapatía no se siga enorgulleciendo de sus calandrias, ni para que constituyan un fuerte atractivo y un medio de transporte para propios y extraños. Seguir incorporando en el tráfico citadino al transporte tirado por las nobles bestias es una señal de sana diversidad, de inclusión, de resistencia al tiránico predominio de los vehículos de motor, de inteligencia urbana. Así se hace en incontables ciudades del mundo en las que a ningún político se le ocurriría el ridículo numerazo de las carcachitas fúnebres y su grotesco caballo fantasma. Ni tampoco la gente se dejaría.Estamos a tiempo de que el Ayuntamiento oiga razones. De que se corrija un error que ataca directamente el corazón de la identidad tapatía, y del sentido común urbano.jpalomar@informador.com.mx