Martes, 26 de Noviembre 2024

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Entre el pincel y la brocha

Por: Paty Blue

Entre el pincel y la brocha

Entre el pincel y la brocha

Si alguna dote en especial se le olvidó al creador poner en mi estuche de monerías para desenvolverme en la vida fue, sin margen para la mínima duda, la habilidad para dibujar. Todavía no acabo de entender, y a estas alturas ni falta que hace, cómo fue que mis sucesivas maestras en primaria y secundaria se obstinaron en hacerme llenar tantos cuadernotes de papel marquilla, cuartos de cartulina bristol y grandes hojas pegadas en una tabla, con sendas porquerías manuales que, lejos de aguzarme la destreza en la interpretación gráfica de lo que fuera, me acarrearon una de las frustraciones más hondas e insalvables de mi existencia.

Y ya de que la maestra en turno llegaba cargando un florero con un girasol, o una batea conteniendo dos plátanos, una manzana y un mamey rebanado, comenzaba yo a sudar la gota gorda frente a la necesidad de tenerme que mantener, por lo menos la siguiente hora, con la vista clavada sobre los enseres dispuestos sobre el escritorio y tratando de emular su figura con un lápiz H y otro B, que entraban en acción con menos frecuencia que un borrador llamado de migajón y con mayor rapidez hacían explotar mi paciencia, detonando mi convicción de que nunca constituiría yo una amenaza para mi hábil compañera Lolita Franco y mucho menos para Salvador Dalí. Y ya para cuando la exigencia pictográfica escolar dio el salto al coloreado con acuarela y pintura al óleo, mejor ni les cuento porque me precipito en una severa e incurable depresión.

Algunos años después, ya asumida mi indomable infertilidad en el plano del dibujo artístico y curada del todo la respectiva frustración por tal motivo, descubrí que en realidad no crecí peleada con la pintura, sino con el instrumento para manifestarla de acuerdo con las directrices impuestas por mis mentoras. Y fue así como di entonces con la divertida, relajante y provechosa utilización de la brocha gorda para cubrir muebles, paredes y superficies menos restringentes que un block tabla.

Mi vida se volvió, como me ha sucedido con otros entretenimientos a cual más de cíclicos y compulsivos (coser en máquina, armar rompecabezas, ver siete películas al hilo) una obsesión por mudar los tonos de mi entorno, aunque en ello comprometiera por los tres siguientes días el fluido movimiento de piernas, cuadriles y brazos, amén del mal trato de la piel por efecto del estropajo que debía intervenir para removerme pintura hasta en las cejas.

De modo que cuando vi, me maravillé y me entró la urgencia de hacerme de un portentoso adminículo que anunciaban en la televisión, para pintar toda suerte de espacios cual si se tratara de regar el jardín con una manguera, no dudé en comprometer una quincena y media en adquirir semejante pasaporte al paraíso, con todo y lentes, guantes y mascarilla de protección que, finalmente, me dejaron indefensa frente al infierno que suponía la inminencia de, como primer e inobjetable paso, empapelar tres cuadras a la redonda, para poner a salvo de un teñido indeseado todas las áreas circunvecinas.

Por fortuna, al cabo de tres o cuatro chisguetes de prueba, el flamante cachivache puso en duda su anunciada eficiencia y el vendedor no opuso resistencia para reintegrarme los centavos mal invertidos y hoy, gozando ya de una muy merecida y urgente jubilación, al cabo de casi 50 años de ejercicio laboral, me he reencontrado con el indudable y sedante placer de mover la brocha gorda.

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