Estamos asistiendo a la caída de uno de los grandes absolutos de los tiempos modernos, la ciencia, considerada como infalible y eficaz. En efecto, durante por lo menos dos siglos, todo aquello que venía con la etiqueta de “científico”, se consideraba seguro, certero, indudable, y por lo mismo, inexcusablemente creíble. Los científicos, por ende, gozaban de una aceptación universal, que en los años recientes se ha debilitado de manera inesperada.La ciencia y sus portavoces deben incluirse hoy como parte de los damnificados por la pandemia del Covid. La explicación es sencilla. Apenas apareció la pandemia, el sentido común del hombre global pensó de inmediato en la necesidad de una vacuna, ya que la vacuna desde siglos atrás era el remedio efectivo frente a cualquier mal. El primer enemigo a vencer había sido la viruela, y a partir de ahí, los hombres de ciencia se dedicaban de por vida al descubrimiento de nuevas vacunas ante nuevos males, ninguna sorpresa pues que se pensara en este remedio ante esta nueva enfermedad.En poco más de un año, la vacuna estuvo lista, y fueron tumultos los que se apresuraron a recibirla, haciendo largas filas, pernoctando a las afueras de los centros de inoculación, y saliendo luego de ahí muy ufanos y confiados en que ya el Covid no les afectaría. No fue así. Sea por las prisas en la elaboración del biológico o por la urgencia de tener lo que fuera, resultó que la vacuna no evitaba el contagio, cosa insólita dentro de lo que la gente venía pensando acerca de las vacunas. Y entonces, ¿para qué sirve vacunarse? Los hombres de ciencia se apresuraron a responder que hacía falta una segunda dosis. Y nuevos tumultos corrieron por ella. Y tampoco. Entonces se habló de la necesidad del “refuerzo”, y los “reforzados” hoy saben que es necesario ponerse la cuarta dosis.Estaríamos entonces ante la primera vacuna que no sirve para evitar el contagio, pero sí mitiga sus consecuencias y, sobre todo, aleja la amenaza de muerte, lo cual no es asunto menor.Pero entre que vacunas iban y vacunas venían, los hombres de ciencia se dieron a la tarea de contradecirse, con el apoyo voluntario e inmediato de muchas personas más que de ciencia no sabían ni como se escribe, pero cuya fértil imaginación les permitía filtrar todo tipo de opiniones. Lo cierto es que la gente poco a poco está tomando conciencia de que ya no cree en la ciencia.Ya desde años atrás los mismos científicos, cuestionados por no pocas de sus propias afirmaciones que luego resultaron falsas o por lo menos relativas, comenzaron a modificar su discurso, renunciando humildemente a pontificar, y estableciendo límites a lo que enseñaban, con frases como “hasta donde sabemos”, “podríamos estar equivocados”, “seguimos investigando”, “hay una razonable cantidad de elementos que no nos permiten afirmar…”, etc.No se trata, sin embargo, del “fin de la ciencia”, sería insensato desconocer todo cuanto ha aportado en tan diversos campos al desarrollo y bienestar del hombre y del planeta, pero si un fin del absoluto científico, de su autosuficiencia, de la percepción social hoy anticuada, de que la ciencia no se equivoca. En este aspecto, la crisis del absoluto científico es un baño saludable que nos puede librar de nuestra soberbia humana.armando.gon@univa.mx