En México y Estados Unidos, el debate post electoral y electoral que ocupa a la opinión pública se caracteriza por señalar la fuerte polarización social que se ha producido utilizando como factor de diferenciación la clase social, la raza, la nacionalidad o la ideología, un ejemplo de ello ha sido cómo la oposición en México estructuró su mensaje de arranque electoral a partir de distinguirse del sector social más amplio del país, el cual apoyaba a Morena; por su parte, en Estados Unidos, podemos ver cómo los republicanos construyen su discurso en un claro enfrentamiento con “los otros”, los enemigos comunes, refiriéndose generalmente a las personas migrantes; si bien la estrategia de contraste se parece, a diferencia de los resultados de la oposición en México, la narrativa impulsada por la oposición norteamericana genera cada vez al parecer más adeptos, lo que se suma a una desafortunada campaña demócrata y un terrible atentado para colocar a Trump como puntero en la contienda electoral. Alejémonos un poco de este contexto y retrocedamos unos cuantos siglos para analizarlo. Aristóteles, filósofo griego, definió a los humanos como “animales políticos” quienes acudían a su naturaleza social para alcanzar su verdadero potencial. El estudiante de Platón trataba de explicar que la razón y el diálogo, ambas capacidades del “animal político”, eran las que permitirían a los ciudadanos alcanzar la justicia y la virtud en “la polis”, es decir, en su comunidad, a la que no se podía acceder desde la individualidad.Muchos siglos después, Thomas Hobbes en su obra “El Leviatán” propuso que los humanos vivíamos en una guerra permanente, propia de lo que denominó el “estado de naturaleza”, caracterizado por la anarquía y la lucha voraz motivada por el surgimiento de la propiedad privada, es decir por el surgimiento de la frontera de querer que algo sea exclusivamente mío. Esta pugna encarnizada solo cesaría gracias a la realización de lo que llamó un “contrato social”, contrato que también fue retomado por John Locke y Jean-Jacques Rousseau, y que se configura al ceder los individuos parte de su libertad a una entidad-autoridad capaz de mediar en la convivencia comunitaria con el fin de alcanzar y preservar la paz colectiva.Tras el reconocimiento de lo común y su distinción de lo privado, ya en el siglo XX, Jürgen Habermas considera que es la “racionalidad humana”, la que le permite a las personas alcanzar consensos en contextos democráticos a partir del ejercicio del diálogo que se desarrolla en un espacio de discusión al que llamó “esfera pública”. El filósofo y sociólogo alemán, aseveró que la vida política, entendida como un espacio abierto de discusión y deliberación, era así, la fuente de legitimidad de las instituciones que componen a las democracias, formas de convivencia que solo era posible alcanzar a través del ejercicio de la “racionalidad comunicativa” de los humanos.Estos pensadores desentrañaron la relevancia del reconocimiento de un acuerdo colectivo basado en el reconocimiento del otro y la imperiosa necesidad de encontrar formas de convivencia más allá de la violencia brutal. Para la construcción de acuerdos colectivos resulta indispensable el reconocimiento del “otro” de quienes piensan diferente a mi, de su derecho a exponer y defender su visión del mundo y de participar en la representación social, esta es una condición nodal para la práctica de la política en las democracias, entendiendo esta actividad, desde la perspectiva aristotélica, como el ejercicio social de todos los individuos que forman parte de una comunidad. La política desde esta trinchera, deberá poner en práctica a la razón, tener convicción hacia el diálogo y a la configuración de contratos y acuerdos orientados al bien colectivo.Hoy en día, ante el resurgimiento de grupos ideológicos y posturas políticas polarizantes con una fuerte presencia y competitividad electoral nos da la impresión de que se ha perdido por completo la claridad de que el ejercicio de la “política” en las democracias implica la construcción de acuerdos en beneficio de la colectividad, en contraparte, nos vemos frente a una lucha interminable de facciones que al parecer solo velan por sus intereses, ¿ha muerto la política?Quim Brugué Torruella, politólogo y catedrático español, salió a la defensa de la política en su libro “¡Es la política, idiotas!”, en el cual, si bien acepta que la indignación hacia los políticos está justificada, ya que muchos han demostrado estar lejos de perseguir los ideales del “contrato social” o la “racionalidad comunicativa”, también señala que “la política es tan necesaria como el aire que respiramos”, para canalizar los conflictos que se presentan ante la diversidad de personas, opiniones e intereses que confluyen en territorios delimitados, finalmente, trae a colación la necesidad de reivindicar la política para eliminar las malas prácticas y limpiar el ejercicio público, regresando a los puntos de equilibrio que priorizan la convivencia y el reconocimiento del rival sin desacreditarlo.En la historia reciente, es cada vez más frecuente que percibamos a la política solo como una pugna por el poder, es imperante reconocer que el “deber ser” de la política es el bien colectivo, al que se debe aspirar y perseguir permanentemente, un ejercicio que demanda la defensa y práctica de principios, ideales y valores como la libertad y la paz, para evitar eventos tan repudiables como el intento de asesinato del candidato republicano a la Casa Blanca, Donald Trump y tantas expresiones violentas que vemos en la cotidianidad mexicana.