La vida está sujeta a dos órdenes: uno natural y otro creado por los humanos, cuyo propósito es guardar el equilibrio y la armonía. El primero obedece al origen y naturaleza de las cosas, independientemente de nuestra voluntad. Si estas leyes son infringidas, sus efectos pueden alterar nuestros ecosistemas y ser demoledores; podrían, incluso, llevar a la desaparición de todas las formas de vida en el planeta. Por otro lado, para hacer posible la vida en sociedad, hemos creado un orden jurídico al que debemos ajustar nuestra conducta. Dicho sistema establece principios, define roles, señala límites y sanciones para los trasgresores. Cuando ese orden se violenta y se rompe la fuerza constitucional que lo sujeta, sobreviene la dictadura o la anarquía: se pierde la libertad.La ley garantiza la convivencia, iguala personas, repara daños, armoniza intereses, acerca a los distantes y promueve la justicia. Para lograr esos objetivos, existe el Gobierno, cuyo fin es ejercer la autoridad con imparcialidad y buen juicio, velando siempre por el interés general. El gobernante, por representarnos a todos, no debe actuar facciosamente. El Gobierno no debe excluir, sino integrar. No condena el éxito ni sataniza la riqueza. Tampoco debe exaltar la pobreza ni la ineptitud como virtudes. No hace negocios, por el contrario, propicia la creación de empleos y la justa distribución del ingreso. En el Gobierno no debe haber cuates ni adversarios, sino profesionales del servicio público, honestos, capaces y eficientes.Acostumbrados a vivir en medio de la violencia (basta leer los periódicos o incursionar en las redes para darse cuenta de la gravedad del tema), hemos perdido, además de la capacidad de asombro, la noción del riesgo y las posibles consecuencias de vivir en la anarquía. El problema es que, frente a la renovación de los poderes ejecutivo y legislativo federales el próximo año, el Presidente de la República, rompiendo con las leyes e instituciones nacionales (“…no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley.”), actúa como vulgar delincuente electoral, colocándonos al borde de una crisis política y de gobernabilidad cuyos resultados pueden ser terribles para nuestras vidas y para las siguientes generaciones. Afortunadamente, la dictadura o la anarquía se mantienen, hasta este momento, solo como una amenaza, debido al papel que desempeña la Suprema Corte de Justicia como garante de la constitucionalidad de los actos de los poderes ejecutivo y legislativo. Frente a un Gobierno fallido, ¿qué debemos hacer? Como Jacinto Cenobio, ¿liar nuestras pertenencias y abandonar nuestra tierra y nuestros afectos? ¿Renunciar al derecho de crecer y desarrollarnos aquí, en nuestra patria? ¿A dónde iríamos? ¿Qué no vemos las caravanas de centro y suramericanos cruzar nuestro territorio, arrastrando su pobreza, vejados por las policías, persiguiendo un futuro que se les niega? Aún estamos a tiempo de defender nuestro derecho a una vida digna, en libertad y con justicia. Que la historia no nos juzgue por timoratos. Ganémonos el título de ciudadanos. Ya veremos qué nos platican al respecto Memo y Juan.