El último debate de candidatos a la gubernatura de Jalisco evidenció algo que ya muchos compartían: estamos hastiados de las campañas políticas.Los debates son una entre varias herramientas democráticas que siempre será mejor tener, pero pierden sentido en el tortuoso sistema electoral mexicano, siempre colmado de normas que cada vez son más complejas y sobre todo, porque está contaminado de la desconfianza que se alimenta de las trampas interminables.Existe un “pecado original”: la campaña por la gubernatura, igual que la presidencial, no es de 90 días, como está estipulado en las leyes electorales. Comenzó desde el año pasado y utilizó las precampañas como un escalón más.Adicionalmente, la autoridad electoral y los candidatos tuercen el sentido original de los debates. Establecen formatos rígidos y plagados de interrupciones que en el afán de ser equitativos, impiden la transmisión eficiente de un mensaje.¿Qué se puede recordar del último debate, celebrado en Puerto Vallarta el domingo 27 de mayo? Quizá el disco duro que presumió Carlos Lomelí Bolaños (Morena), como un testimonio físico de toda la información que tiene sobre los actos de corrupción que -presume- ha cometido Enrique Alfaro Ramírez (Movimiento Ciudadano).O es posible, también, que se recuerde la frase del mismo Enrique Alfaro quien al dirigirse a Miguel Castro Reynoso (PRI), lo encasilló en una canción de Juan Gabriel: “Ser muy bueno es su virtud”.Sin embargo, nada quedó para los votantes en materia de propuestas culturales o de Derechos Humanos, que sí eran los temas en los que debió centrarse el encuentro de candidatos.Vistas así las cosas, el debate es casi inútil.No es posible conocer a los candidatos a fondo; no desarrollan propuestas y utilizan su escaso tiempo en hacer algunas menciones, defenderse de las críticas o bien, lanzar las propias de acuerdo con una estrategia política desarrollada por asesores externos.En teoría, los debates electorales son la oportunidad dorada para hacer lucir cualidades de oratoria y demostrar la claridad y contundencia de ideas que tienen los candidatos para encabezar un Gobierno, resolver problemas actuales y encaminar a la sociedad que pretenden dirigir, a un futuro de prosperidad y mejoría.La realidad, sin embargo, es completamente distinta: los candidatos están muy alejados de los ejemplos clásicos de la oratoria; no están interesados en convencer a nadie y en cambio, se prestan a un juego de ataques y críticas que mantienen una lógica de alianzas que no toman en cuenta a la población.Además, no entran en detalle sobre proyectos específicos. Haría falta, como ocurre en otros sistemas electorales que no están aferrados a darle a todos los mismos tres minutos para tomar la palabra, enfrentar en un encuentro de largo formato a quienes son punteros en encuestas oficiales, para que agotaran plenamente una discusión sobre un modelo de seguridad, de educación o desarrollo urbano.Aún estamos lejos de ello porque los candidatos y sus equipos se dedican a cuidar sus ventajas y no a atender las necesidades de los votantes. Lo peor del caso es que en ningún espacio de las campañas, aunque son larguísimas, hay un diálogo auténtico con los ciudadanos, sino sólo intercambio de saludos y promesas. (jonas@informador.com.mx / @jonaspalestra)