No eliges entregar tu vida al periodismo. Más bien la profesión se te impone como un virus que, una vez inoculado, nunca se va. Cuando pedí mi primer empleo en un periódico hace 15 años me dijeron que sólo había una vacante: reportero policíaco durante la madrugada. Horario: doce de la noche a ocho de la mañana. El único requisito indispensable era contar con vehículo propio para trasladarse. La encargada de Recursos Humanos me preguntó si estaba interesado. Acepté, por supuesto. Esa misma mañana firmé contrato y abandoné el edificio de Mariano Otero con una sensación de triunfo por iniciar una nueva profesión. Recuerdo que pensé: ya tengo el empleo, ahora sólo me falta el auto. Desde entonces siento escalofríos cada que paso por la Colonia El Tapatío rumbo al aeropuerto. Una vez cubrí allí un homicidio derivado de una riña entre pandillas. Eran las tres de la madrugada. Di con el lugar del crimen pese a la geografía irregular de las calles sin pavimentar y la ausencia de alumbrado público. Tomé notas, fotografías, hice algunas entrevistas a los mirones que asomaban la cabeza por las ventanas y cuando me di cuenta la Policía se había retirado. Sólo quedó una veladora encendida en el suelo y en la esquina, recargados contra la pared, una decena de homies enfurecidos frente a un alien: yo. Un dato relevante: esa colonia queda encapsulada por ambos sentidos de Carretera a Chapala y sólo tiene una vía de ingreso y salida principal. No sé si tardé en salir diez minutos o una hora. Me aguanté las ganas de abandonar el vochito y correr hacia la carretera porque el auto no era mío. Esa madrugada, como tantas otras, juré que era la última. Inútilmente. Siempre, al igual que una adicción, uno regresa a donde fue infeliz. Periodista en alemán se dice journalisten que traducido literalmente sería jornalero. Eso es esta profesión: un gran jornal de aventuras, quejas, muchas quejas, satisfacciones, desencuentros y en donde a uno, metafóricamente, siempre le falta un auto propio, pero se las ingenia. Todo esto viene a colación porque ayer di una charla en una universidad a estudiantes de Comunicación. En un salón con media centena de alumnos pedí que levantaran la mano los que deseaban ser periodistas. La levantaron unos siete. Un par tenía ese brillo demoníaco en los ojos de un condenado feliz. Me pidieron un consejo para transitar en este oficio. Sólo se me ocurre decirles una cosa: no importa cómo pero den con los hechos, así sea en un auto prestado, y luego traten de salir a tiempo, pero siempre traigan una historia. jonathan.lomeli@informador.com.mx