Aunque soy una ferviente partidaria de las nuevas tecnologías, siempre he dicho que, en ese terreno, aún estamos en la época del Oeste sin ley, con hordas de facinerosos cabalgando a su aire, aterrorizando a los pacíficos y linchando a los indefensos. Los expertos coinciden en señalar el brutal empeoramiento que han supuesto las redes en el campo del acoso social. Antes, los individuos marginados y maltratados en su trabajo o en clase, conseguían dejar atrás a sus verdugos al salir de la oficina o del colegio; podían tener islas de tranquilidad, refugios personales, una porción de sus vidas segura y protegida. Ahora, en cambio, el linchamiento les persigue allí a donde van. No hay piedad ni descanso en la burla y el dolor. El acoso sin tregua de las redes es tan destructivo que empuja a los más frágiles hasta el abismo. Niños y adolescentes que se suicidan, hombres y mujeres que se sumen en profundas e irrecuperables depresiones.Las nuevas tecnologías poseen, en efecto, una zona de tinieblas pavorosa, un lado oscuro peor que el de Darth Vader. Porque además de ese hervidero de matones virtuales hay un aluvión de mentiras cochinas que recorre las redes con crepitar de incendio. ¿Y qué podemos hacer frente a las fake news y al griterío violento y amargo de Internet? Pues acostumbrarnos y educarnos; colocar las cosas en su justo lugar; civilizar los modos; aislar a los dañinos. Creo que se trata simplemente de una cuestión de tiempo: tenemos que aprender a movernos dentro de estas nuevas formas de comunicación. Y, a decir verdad, me parece que estamos empezando a entenderlo.El ser humano es un animal profundamente social. No existe para nosotros una vida plena que no sea una vida con los otros. El aislamiento enloquece, la soledad absoluta destruye. Necesitamos de manera esencial que nuestro entorno nos quiera y nos acepte, y por eso los linchamientos de las redes resultan tan dañinos. Los griegos antiguos, que conocían muy bien el alma humana, utilizaron la pena del ostracismo (diez años de destierro) como poderosa arma de defensa contra aquellos que consideraban peligrosos, y creo recordar que algún pueblo indígena americano practicaba el aterrador castigo de la muerte social: nadie volvía a hablar con el individuo condenado, nadie parecía advertir su presencia, como si hubiera fallecido. Tal vez podamos empezar a aplicar recursos semejantes para civilizar las redes.Debería haber una asignatura en los colegios que enseñara a los niños desde pequeñitos un código ético y práctico para manejarse en Internet. En primer lugar, una sana desconfianza radical de los datos que lleguen por las redes sin más confirmación ni referencia: que nuestro punto de partida sea la incredulidad. Y después, y es esencial, dejar de dar tanta importancia a los mostrencos que rugen en el espacio cibernético. Verán, por lo general en nuestras vidas reales nos las apañamos bastante bien para ir construyendo nuestra comunidad de amigos y conocidos; evitamos y repudiamos a la gente zafia y agresiva, y si por casualidad coincidiéramos en un bar con un parroquiano vociferante y bruto que se pusiera a dar puñetazos en la barra, a nadie en su sano juicio se le ocurriría contestarle. Antes al contrario, lo ignoraríamos y sentiríamos por él desprecio o incluso lástima. Pues bien, si en el mundo tangible actuamos así, ¿por qué contestamos en Internet y les damos el valor de interlocutores a esos energúmenos aporrea mostradores?No estoy hablando de las personas que tienen opiniones diferentes a las tuyas, y con las que se puede y debe debatir (esforcémonos en cultivar la difícil disciplina de escuchar a aquellos que piensan distinto), sino de todos esos trolls llenos de violencia y bilis negra, esos provocadores que sueltan burradas justamente para que les contestes y difundas, porque los algoritmos de todas las redes muestran más las publicaciones que obtienen más interacciones. O sea, que cuando respondes a un cenutrio iracundo le estás divulgando y fortaleciendo. ¡Pero si la mayoría de los trolls no tienen ni medio centenar de seguidores! Ya lo dice el refrán: el mejor desprecio es no hacer aprecio. Ostracismo para defendernos de los bárbaros.© ROSA MONTERO / EDICIONES EL PAÍS, SL. 2019.Todos los derechos reservados.