Viernes, 22 de Noviembre 2024

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El carisma de los fundadores

Por: Augusto Chacón

El carisma de los fundadores

El carisma de los fundadores

Para las naciones, conmemorar la firma de su pacto fundacional merece una cierta reverencia; conforme el acto se torna añoso se reviste de una casi sacralización y quienes se conjuraron para dejarlo por escrito ganan el estatus de madres -aunque es escasa, si no nula, la participación de mujeres- y padres fundadores, de manera señalada en Estados Unidos: America´s Founding Fathers. Debe ser una de las más hondas satisfacciones signar al calce de la Constitución germinal de un país.

Luego de la Decena Trágica, en 1913, México quedó en manos de aquellos que tuvieran más agallas o el ejército más numeroso; las leyes se desvanecieron y a escala local la gente, sus negocios, sus propiedades, la vida misma, quedó a merced del estado de ánimo y de la codicia del cacique que cupiera mejor en la voluntad del revolucionario que en ese momento fuera dueño de la plaza (da cuenta de esto el que cada general imprimía su papel moneda y suscribía empréstitos a nombre del, algún, Estado por venir). Era tal la necesidad de orden o al menos de tener normas comunes, que uno de los grupos armados que armaron la Bola decidió llamarse “Constitucionalista”, su lucha (literalmente) fue, primero, castigar al Chacal que asesinó a Madero y a Pino Suárez, y después dotarnos de un pacto re-fundacional (en el imaginario el de 1857 estaba vigente, sin efecto, pero vigente, contradicción muy arraigada en nuestro país). El Ejército Constitucionalista coronó sus afanes el 5 de febrero de 1917; sería interesante averiguar si las personas consideran a Venustiano Carranza “padre fundador”; interesante porque además de su brega legalista nos legó el verbo “carrancear” que, según el Diccionario del Español de México, de El Colegio de México, significa “v tr (Se conjuga como amar) (Popular) Durante la Revolución mexicana, robar: «Otilia le carranceó la cuchara a Manuel»”. Quizá nadie se atreva a ungir a Don Venustiano con semejante título, pero uno de los diputados constituyentes del 17, José Álvarez y Álvarez de la Cadena, en sus memorias, escritas a mediados de los años sesenta del siglo anterior y publicadas por el diario El Nacional y el Instituto Mora en 1992, lo mienta, y luce excesivo, «EL PADRE DE LA JUSTICIA SOCIAL DE MÉXICO.» (Las mayúsculas están en el original). O sea, padre de qué, padre de nada.

Más de cien años después aún arrastramos una especie de impronta fatal: no hay afán más alto, entre los políticos que llegan a la presidencia, que cambiar la Constitución; es su manía, mejor dicho, es su abracadabra para, según ellos, solucionar todos los problemas. Las elecciones recién padecidas se trataron de eso: un bando empeñado en tener de su lado el número de diputadas y diputados necesario para que el presidente pueda enmendar la Carta Magna a su antojo; y el otro bando buscaba mayoría para impedírselo. ¿Alguno se propuso, nos propuso cambiar la realidad? No. Para qué, todavía no se instaura la categoría madres/padres de la realidad favorable para la justicia; podemos especular que hincar el diente en la Constitución debe producir un placer inmenso, similar al que ha de provocar impedir que los rivales lo hagan. Para los mexicanos, la definición de su código superior podría ser: conjunto de artículos legales redactado para animar la disputa partidista.

Se ha vuelto tan chabacano intervenir la Constitución, que asuntos meramente gerenciales son elevados a su rango; el miércoles anterior el presidente se dirigió de este modo a sus gobernados, respecto a la reforma energética que se le ocurrió: “Decirle a la gente que tenga confianza [en su propuesta legislativa], es para salvar a la CFE, para que no se padezca de apagones, de tarifas altas, para que se proteja la economía popular”. Para salvar a la CFE ¿no bastaría con dotarla de un director capaz y con actualizar las leyes que le atañen? Para que no haya apagones, ¿no bastaría con que a la Comisión la dirigiera alguien técnicamente apto, que entendiera que hay que invertir en la red de distribución y en las plantas de producción de energía eléctrica limpia, de acuerdo con los esquemas económicos imperantes? Para proteger la economía popular ¿no bastaría con que el primer mandatario dejara de fingir que de veras cree que la economía popular es el recibo de la luz y el del gas?

De este modo la Constitución está en calidad de espantapájaros, uno que, como la vida en los años revolucionarios, cada seis años queda a merced del mandamás en turno. El siguiente seguramente la modificará para salvarnos de la CFE, para que los apagones duren menos y para que la economía popular permanezca igual, al nivel que tenía cuando regía el “padre de la justicia social”.

Pero no hay que dejarse llevar por el discurso del Presidente. Su pretendida reforma es nomás para, otra vez, paliar sus muy personales, desconocidos, agravios. Uno de los intelectuales a su servicio, Paco Ignacio Taibo II, probó hace unos días la afirmación anterior, de manera contundente: “Nos los vamos a chingar”; hijo dilecto de la inmigración española, hoy vocero de los destellos de autoritarismo que la cuarta transformación emite (relucieron entre los obreros reprimidos en Dos Bocas, Tabasco), olvida que con brotes aparentemente menores creció el autoritarismo que ahuyentó de España, en los años treinta del siglo XX, a tantas y tantos que acabaron acá, para beneficio nuestro. “Nos los vamos a chingar” ¿cueste lo que cueste? El historiador Taibo II y López Obrador el historiógrafo deberían saber que, si las cosas sociales se plantean en blanco y negro, y si uno solo, el primer mandatario, se entroniza como juez supremo y verdugo omnipresente, ninguno se chinga al de enfrente: la realidad se los (nos) chinga a todos, aunque de consuelo pírrico quede que siempre comienza por los que montados en corcel blanco llegan al teatro de la República proclamándose salvadores pero exhibiéndose carranceadores.

agustino20@gmail.com

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