Hay dos circunstancias que atañen al tan valioso plantel que desde hace más de 60 años ocupa el Instituto de Ciencias, el ya venerable colegio jesuita de Guadalajara ubicado sobre la avenida Ávila Camacho. La primera fue el hecho histórico de que frente a sus puertas transitó, al frente de una multitudinaria comitiva, el Papa Juan Pablo II, ahora San Juan Pablo II. El futuro santo avanzaba, aquel 31 de enero de 1979, impartiendo su bendición apostólica. Una de ellas -seguramente advertido por alguno de sus acompañantes- debió ser dirigida expresamente al establecimiento educativo religioso ubicado a la izquierda de la peregrinación, subiendo rumbo a la Basílica de Zapopan. Han pasado casi 40 años de esa tan significativa ocasión.En uno de sus mensajes durante su estancia en Guadalajara el Papa dijo, textualmente: “Me duele la injusticia, me duelen los conflictos”. Es significativa esta frase para enfocar la turbulencia que en la pasada temporada ha sufrido la comunidad del Instituto de Ciencias: desde los alumnos y ex alumnos, padres de familia y maestros, autoridades y responsables. Lo anterior debido a una desafortunada intención -esperemos que ya cancelada- por llevarse al colegio hasta la más extrema periferia del Poniente tapatío. Esta pretensión ha causado conflictos y divisiones en el seno de la citada comunidad, que ahora más que nunca debería estar unida y concentrada en sus fines educativos y cristianamente testimoniales. Uno de los puntos más graves de ese conflicto es la decidida oposición de quienes ven en tal reubicación un abandono de la disposición del Instituto de Ciencias a estar abierto a todas las clases sociales, lejos de optar por las franjas más favorecidas de la población, enclavadas en las inmediaciones de la pretendida reubicación. Esto se subraya por la próxima puesta en servicio de la Línea 3 del Tren Ligero y su estación en Patria, la que asegurará una adecuada accesibilidad a la institución jesuita de todas las clases sociales de prácticamente toda la zona metropolitana. Totalmente lo opuesto a lo que hubiera sucedido en la periferia privilegiada solamente para unos cuantos.Por otra parte, el Papa Francisco afirmó recientemente que la escuela “es sinónimo de apertura a la realidad” “abrir la mente y el corazón a la realidad, a la riqueza de sus aspectos, de sus dimensiones”. Eso es precisamente lo que alienta el actual colegio, su ubicación: estar inmerso en la ciudad, en la realidad que es preciso transformar y mejorar, haciéndose consciente de ella. Exactamente lo opuesto de la fallida intención de establecer el colegio en una periferia aislada en todos los sentidos de la dinámica urbana. Y lo opuesto a los fines de la educación jesuítica y cristiana: compartir solidariamente la suerte de la comunidad, y especialmente de los menos favorecidos.Dos apuntes sobre los “daños colaterales” de la perjudicial y muy hipotética mudanza: mediante la destrucción del plantel físico se violarían todas las legislaciones que protegen el patrimonio, por ser éste un notable edificio del ameritado arquitecto Julio de la Peña. En su lugar seguramente aparecerían inmuebles comerciales y/o torres habitacionales destinadas a los privilegiados, aumentando de por sí la tan nociva polarización social. Además, la ubicación pretendida perjudicaría el equilibrio ecológico, fragilizaría aún más al bosque de la Primavera e incrementaría la contaminación por el tráfico, ya actualmente saturado, de la única vialidad que “comunicaría” las instalaciones. Resulta increíble que existan voluntades incapaces de considerar todo lo anterior. Esperemos que esos designios, gracias a un justo discernimiento, sean -o hayan sido ya- descartados en favor de una mejor educación para todos.jpalomar@informador.com.mx